Cristiano Ronaldo, niño de Madeira, de padre jardinero y madre cocinera, pobre como rata, dormía en la misma cama que sus hermanos en una infecta casucha. Pues oye, para su colección de coches se acaba de comprar un Bugatti Cientodieci por el que ha pagado ... ocho millones. Se ve que trata de imitar a Hassanal Bolkiah, el sultán de Brunei, que guarda en el garaje 150 Rolls Royce, más de 500 Mercedes, 370 Ferrari y unos pocos BMW, Jaguar, Posrche y Lamborghini. Los necesita para viajar al hangar, donde también guarda 6 aeroplanos, 2 helicópteros y un Boeing 747. Debe de ser que este pájaro tiene envidia del 'Azzam', el megayate del emir de Abu Dabi que estuvo atracado en Cádiz este verano pasado, un barquito de 600 millones del ala y 180 metros de eslora, 10 metros más que el 'Eclipse' de Román Abramovich, otro que también juega a lo de ver quién la tiene más larga.
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Parece cosa de ricos eso de neutralizar el dinero propio en algo que no genere nada para el resto del colectivo social, salvo envidia o emulación. Recuerden las fastuosas pirámides faraónicas, o las catedrales medievales, que se alzaban en medio de ciudades de adobe, repletas de miserias y de harapientos que no tenían qué llevarse a la boca. De aquella, la élite miraba con desdén a los de abajo e invertía solo en agujeros sin fondo para abonar solo su ego y su prestigio. ¿Qué necesidad tenía Felipe II de erigir el inhabitable monstruo de El Escorial, cuando su final demostró que le bastaba una habitacioncilla para morir como un perro sarnoso? La misma necesidad que tenía el narco Pablo Escobar de meter hipopótamos en Hacienda Nápoles, finca de sisas reventadas por fajos de dólares.
Y es que hay algo inexplicable en la conducta poco empática y muy repetida de la gente que sale de muy abajo con ganas de comerse el mundo, y que tras triunfar, se pone del lado de quienes han creado y diseñado la inmunda charca de la que ellos mismos han tratado de huir. Fíjate que en una subasta de Ebay alguien pagó 480.000 euros por un chicle que Sir Alex Ferguson, entrenador del Manchester, había escupido en el césped al acabar un partido contra el West Bromwich Albion. Nada que ver con los 4 millones que Bill Dorris, Nashville, ha legado en herencia a su perrita Lulú. O los 70 millones en joyas que Liz Taylor dejó en la mesita al morir. Clara muestra de que algunos ricos, para dejar claro que les ha costado mucho ganarlo, alimentan su ego con derroches tontos a fin de dejar con un palmo de narices al prójimo. Y que quien venga detrás, que arree.
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