La Estación Espacial Internacional es una mega estructura que flota sobre nosotros a 340 kilómetros de altura, con un peso de 420 toneladas y que da una órbita completa a la tierra cada hora y media (o sea, que alcanza una velocidad promedio de 7. ... 66 km/s). Ha habido gente viviendo en su interior desde el año 2000 y se parece a un piso de seis habitaciones. En este carísimo pisito, un día dura noventa minutos, aunque las vistas son espectaculares. Todo bien, hasta que te explican lo que es el Síndrome Kessler (véase el artículo de septiembre, The New Yorker, 'The elusive peril of space junk').

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Don Kessler, un astrofísico de la NASA, fue el primero que describió una de las principales debilidades de dicha estructura, y de todos los satélites artificiales que orbitan la tierra, haciendo posibles las comunicaciones, el GPS, el análisis climático, etc. En el espacio flotan miles de fragmentos metálicos (basura espacial) provenientes de antiguos lanzamientos; esencialmente un problema de tráfico, ya que deben ser controlados para que no impacten en siguientes misiones. El problema es que estos fragmentos mínimos chocan contra otras piezas mínimas, convirtiéndose en pedazos más pequeños, que se mueven a altas velocidades. Nadie lo consideró un problema hasta que el señor Kessler señaló que todo ese maremagno podría convertirse en algo tan denso, que las colisiones producirían otras colisiones en una cascada imparable. Los fragmentos serían más pequeños, sí, pero más numerosos, más uniformes en todas las direcciones, como una tormenta de arena, deviniendo en una verdadera pesadilla bautizada con el nombre de Síndrome Kessler. En último caso, convertiría el espacio en un lugar intransitable, y un eventual marciano vería el planeta Tierra rodeado de un cinturón como el de Saturno, aunque el nuestro hecho de basura.

Kessler describe tres escenarios: realista, conservador, y que la cosa se salga de madre. En todo caso, las colisiones podrían comenzar en 15 años, y para entonces navegar a ciertas altitudes se puede convertir en una ruleta rusa (si el asunto se desmadra, en doscientos años el espacio estaría lleno de millones de fragmentos). Da igual que el universo sea infinito: si sólo puedes ocupar una pequeña parte, el problema lo tienes justo encima, es decir, en la LEO (Low Earth Orbit), que son aproximadamente entre 160 y 2000 kilómetros de altura. Ahí se sitúa la Estación Espacial, una zona relativamente limpia de objetos, ya que la gravedad es aún lo suficientemente poderosa para absorberlos.

El NORAD tiene un catálogo de todo lo que flota allá fuera que tenga más de 10 centímetros y pueda significar un peligro potencial (unos 26.000 objetos, pero hay muchos más de menor tamaño). El problema es que, desde el objeto número uno en el espacio, el satélite Sputnik (y el cohete pertinente que los soviéticos usaron en 1957 para impulsarlo), hemos colocado unos 10.000 más, y, de ellos, 2700 se han convertido en basura. Basura peligrosa. Y tenemos de todo: tornillos, pedazos de cohetes, antenas, capsulas con cenizas humanas, el Tesla con un maniquí en su interior que lanzó Elon Musk en 2018, cámaras, guantes de astronautas, herramientas… Y la cosa acaba de empezar, porque todos se han apuntado a la fiesta: chinos, hindúes, japoneses, israelíes…

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Ya ha habido algunos sustos: en 1986 un satélite francés se fue al carajo, y en 1994, otro se fue directamente a fundido en negro. En 2009, un satélite americano y otro ruso, este ya momia, chocaron por primera vez entre ellos. El más gordo fue el 16 de julio de 2015: saltaron las alertas en la Estación Espacial cuando un trozo metálico, proveniente de un antiguo satélite militar soviético, pasó tan cerca que sus ocupantes tuvieron que meterse en el módulo de rescate. El objeto se acercaba a catorce kilómetros por segundo, lo que significaba que, de impactar, toda la estación quedaría pulverizada. Hubo suerte. Quizás no la haya la próxima vez.

Con una concisión matemática, las colisiones irán incrementándose. En esta dirección, el mismo Kessler afirma que no hay que pasar menos tiempo en el espacio, sino hacerlo de manera más responsable. Es necesario diseñar nuevos cohetes y comenzar a retirar la basura, porque, aunque no se puede hacer nada por los microfragmentos, se puede evitar que continúe su multiplicación retirando los más evidentes. Esto será caro, pero menos que pagar las facturas de los desastres por venir. Ya se ha experimentado con un satélite 'basurero', RemoveDebris, equipado con redes de kevlar y arpones de titanio como un Ahab galáctico. Asimismo, se trabaja en sistemas de localización por láser, brazos robotizados y diversos tipos de redes, pero las soluciones son costosas, a lo que se añade que las piezas a retirar pertenecen a diferentes países, lo que supone una complicación legal a la retirada de basura. En 1979, Arthur C. Clarke imaginó gigantescos cañones láser para limpiar el espacio, pero es una alternativa que no ha sido investigada; también se ha propuesto reconvertir los grandes cuerpos flotantes de los cohetes en bloques para una estación espacial, y se trabaja con herramientas que pueden rebanar el metal sin que expela letales miguitas.

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No obstante, el espacio está cada vez más frecuentado, y la ruleta gira y gira. Al ritmo actual, se calcula que en 10 años habrá cientos de nuevos satélites en servicio para mantener internet. En enero, un telescopio espacial y un satélite militar fuera de servicio no chocaron de milagro (por cinco metros); en mayo, un cohete de veinte toneladas no cayó en Central Park también de milagro, y otro cohete ruso explotó sobre el océano Índico. Puedes apostar al rojo, al negro, a cualquiera de los 36 números de la ruleta. Incluso puedes no apostar. Siempre toca, si no es un pito, es una pelota. O un pedazo de aluminio de tres toneladas.

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