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La tramitación y aprobación de la enésima reforma educativa incita a varias reflexiones de calado. En el orden académico, la 'ley Celaá' se parece peligrosamente ... a una trampa engañabobos. La propuesta de permitir a los alumnos pasar de curso con hasta dos asignaturas suspensas, lejos de contribuir a combatir el abandono escolar lo potenciará. En lugar de analizar a fondo la casuística que induce a la falta de interés académico, el Gobierno parece decirnos que no queda más remedio que asumir que los estudiantes españoles son un poco más tontos que el resto. Además, la arbitrariedad y falta de rigor a la que esta propuesta conduce suponen, en sí mismas, un auténtico torpedo en la línea de flotación de cualquier sistema educativo que aspire a los máximos estándares de calidad y excelencia. Lejos de contribuir a la igualdad de oportunidades a la que el Gobierno dice aspirar, la distancia entre los alumnos menos capaces y los más aventajados se acrecentará. El ascensor social al que tanto gusta referirse la ministra Celaá quedará para muchos estudiantes y muchas familias irremisiblemente atascado en el sótano.
La nueva ley de educación puede tener, además, consecuencias nefastas sobre el mercado laboral. La supresión del español como lengua vehicular de los escolares y la limitación de la capacidad del estado, que fijará sólo el 50% de los contenidos básicos en las comunidades con lengua cooficial y el 60% para el resto, conduce de facto a una evidente fractura de la unidad de mercado. El coste de oportunidad que esto supone es evidente: a nivel nacional, los titulados más preparados tenderán a buscar oportunidades académicas y laborales en aquellas comunidades en las que no haya que superar ningún tipo de barrera extra, sobre todo si ésta es lingüística. Aquellas comunidades que ya valoran el manejo fluido de la lengua autóctona tanto como la posesión de un doctorado -algo ya habitual en el caso de las oposiciones de acceso al sector público, incluidos el sanitario y la educación- tendrán cada vez más problemas para atraer a los más preparados. A nivel europeo, en un momento en el que la tendencia es avanzar hacia un modelo convergente de los planes de estudio para el conjunto de la UE -premisa básica para consolidar un verdadero mercado laboral único-, el gobierno prefiere incidir en los vicios de un sistema ya peligrosamente fragmentado.
Finalmente, desde el punto de vista de la gestión de los recursos públicos, la 'ley Celaá' es un completo sinsentido. Con una población joven a la baja, la intención del Gobierno de construir más centros públicos, a costa de eliminar la demanda social en la que se basa la oferta de plazas concertadas, supone un auténtico suicidio económico. Una demografía menguante -que implica que la incorporación de nuevos alumnos será menor cada año- supone incrementar el coste marginal por alumno al que en el futuro tendrá que enfrentarse el sistema de educación público. Esto será así manteniendo las actuales infraestructuras educativas. Si además se construyen más y se contrata a más personal, el coste por alumno se disparará exponencialmente. Frente a esta debacle, los conciertos ponen las infraestructuras de la red de educación privada a disposición del estado prácticamente a coste cero y las plazas concertadas, en las que los padres asumen parte del coste de la matrícula, proporcionan a la administración el ahorro directo que implica dicho pago de matrícula, más el ahorro financiero que permitiría poder destinar esos recursos a otras necesidades. Un aspecto al que debería prestar especial consideración un país cuyo endeudamiento público supera ya el 120% del PIB.
La falta de base académica y económica incita a pensar que las prioridades que ha tenido en cuenta el Gobierno a la hora de diseñar esta ley son estrictamente políticas. Se trata de contentar a los socios de coalición y de tomar partido ideológico contra el actual modelo de conciertos, el cual ha demostrado su utilidad y aceptación social desde que fuera introducido por el primer Gobierno de Felipe González en 1985. Todo bajo la falsa premisa de que los sectores público y privado son competidores antagónicos y no dos fuerzas que, coordinadas, constituyen el más eficiente motor de progreso con el que puede contar una sociedad.
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