Decía Napoleón que si querías comprender a un hombre, debías saber lo que estaba sucediendo en el mundo cuando tenía veinte años. En mi caso era 1991. En la actualidad han vuelto los noventa, un 'revival' que me ha hecho reflexionar sobre una época en ... que era joven e indocumentado. Cómo ha influido en mi carácter vivir los 'felices noventa'. En esa década existió la denominada Tercera Vía, que promulgaba la generación de ideologías sintéticas, un liberalismo tolerante que funcionaría a la par que una globalización económica. Todo el mundo ganaría, eso es lo que se pensaba entonces. Luego vino lo que vino, pero en su momento el optimismo era la marca de la casa. Eso sí lo recuerdo, el instante aurisecular, pero, claro, éramos jóvenes, eso influye. Unos veían 'Friends', pero a mí me gustaba más 'Doctor en Alaska'. Había que elegir entre Oasis o Blur, pero yo prefería a Los Planetas. Salíamos tres veces por semana, pero no teníamos resacas; hacíamos la carrera por inercia, ligábamos un montón, leíamos mucho, pero no periódicos. Un colega me recordó hace poco que aquella época la recuerda como un periodo en que no hacía nada de provecho. Quizás se trataba de eso.
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Ahora estamos más orinecidos, tenemos el colmillo más retorcido, pero entonces nos creímos que aquel atleta paralímpico había encendido sin truco el pebetero de Barcelona 92. Los crímenes de Alcàsser y la telebasura ('Mama, Chicho me toca…') nos esperaban a la vuelta de la esquina, pero nosotros disfrutábamos con las burradas de la Veneno. Hablábamos idiomas, viajábamos por Europa, había pasta, que era lo importante, nos creímos el fin de la historia y que, por fin, España se había enganchado a la modernidad. Recuerdo los festivales de música, que crecían al ritmo de la futura burbuja inmobiliaria. La MTV, los Pearl Jam, Metallica, Black Crowes, Smashing Pumpkins. Parecía como si la Fura dels Baus no se hubiera encargado solo de la ceremonia inaugural de las Olimpiadas, sino de toda la década, con su transgresión calculada, con su pátina de vanguardia, que ocultó perfectamente el neoliberalismo y los conflictos derivados de la reconversión industrial. España también era 'guay', como el 'Cool Britannia' de Tony Blair.
Todo eran equipamientos culturales, a lo grande, cualquier chorrada era digna de una exposición. Supongo que en su momento se crearon fetiches que aún perduran en mi cabeza: el humo de los cigarrillos en los bares (aunque yo no fumase), un cierto orgullo por ser español que nunca ha decaído (ni en los peores momentos de corrupción o crispación política), aunque rechace el nacionalismo con la misma intensidad; algo de 'gringofilia', porque mis referentes literarios venían de allá, igual que las pelis y las canciones. No mitifico los noventa, porque las leyendas no están para creérselas, sino para transmitirlas, pero sí tengo claro que, para mí, fue una época munífica. Eran unos años que no te dejaban crecer mentalmente, y también creo que algo de eso hemos arrastrado muchos de los que ahora recién cumplimos cincuenta. ETA seguía matando mucho, pero nosotros éramos inmortales; había pobreza por la reconversión, pero nosotros podíamos comprarnos un 'cachi' de cerveza; había injusticia, pero nos sentíamos complacientes.
Cuando Leibniz habla en su 'Teodicea' de que Dios, frente a la infinita posibilidad de mundos por crear que tenía, eligió este, y que eso significa que vivimos necesariamente en el mejor de los mundos posibles, un mundo que matemáticamente podría describirse como 'óptimo', estaba hablando, sin querer, de los noventa. Hablaba de nosotros. ¿Hasta qué punto la felicidad depende de las expectativas? Algunos estudios afirman que la mayoría de las personas quiere un 25% más de lo que tiene, pero yo soy hijo de una época que creía a pies juntillas en el crecimiento perpetuo, en la cantidad que, una vez elevada, vuelve a elevarse. Esa fe quejica que no sabía vivir el momento, que nunca estaba satisfecha ni creía que se pudiera satisfacer nunca a nadie, daban igual los lugares inolvidables que hubieras visitado, las personas extraordinarias que hubieras conocido, los libros leídos y los polvos echados, porque te amargaba todo lo que aún no tenías, venía con su propio castigo. Solo era cuestión de que llegase el siguiente epiciclo de la rueda kármica. Y además nos perdimos aquel capítulo en que el doctor Fleischman recitaba a Boecio. 'La historia es una rueda, la inconstancia es mi esencia, dice la rueda, súbete a mis radios, si quieres, pero no te quejes cuando te lance a los abismos, los buenos tiempos pasan, pero también los malos. La mutabilidad es nuestra tragedia y también nuestra esperanza, los peores tiempos y también los mejores siempre están pasando'.
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No se nos pueden culpar. Eran los noventa. Maastricht. El euro. España iba bien. Ni siquiera el VIH nos imponía (aunque a mí mucho, no sé por qué: quizás las pelis vistas). Yo viví mi particular 'historia del Kronen', y cuando alguna vez lo he hablado con José Ángel Mañas, creo que cada uno, a nuestra manera, pasamos por ello. Nihilismo al ritmo de 'Chup chup chup', que cantaba Australian Blonde. También estaba 'Farmacia de Guardia' o 'Médico de familia', para quien gustase, da igual las dobleces que hubiera en el mundo real. Ah, ese mundo, ya mitológico, en que podías comprar una segunda residencia. Visto con el tiempo, es una educación estética e ideológica que ha configurado mi mente, ese 'domingo de la historia', como lo han llegado a denominar. No fue exactamente así, pero es como lo recordamos. Ni siquiera cuando llegó el Efecto 2000 nos inquietó más de lo debido. Éramos de otra época.
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