Si un neoyorkino le explicase a un romano de la República lo que pasó en el 11-S, el romano daría un hondo suspiro, le pegaría en la chepa, y le diría que mira, yo te cuento lo que es un 11-S. Uno que ... solo tiene un nombre: Aníbal. El general cartaginés fue el único hombre en mil años que metió el miedo en el cuerpo a los romanos, y eso no es poca cosa. Un genio estratégico, que se llevó por delante a las legiones en Tesino, Trebia, Trasimeno, la innombrable Cannas; un enemigo formidable que, durante su campaña de Italia, tomó 400 ciudades, liquidó o esclavizó a 400.000 ciudadanos, laminó a 100.000 legionarios. Las cifras son terroríficas. Aníbal era terrorífico. Y, aun así, los romanos lo admiraban, lo respetaban, lo estudiaban. Y lo odiaban, por supuesto, con un odio que se mezclaba con el instinto supersticioso de enfrentarse a un fenómeno de la naturaleza, quizás un castigo enviado por los dioses.
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La historia de la Segunda Guerra Púnica, con la estrategia desesperada pero efectiva de Quinto Fabio Máximo Cunctator, y la victoria final en Zama de Publio Cornelio Escipión, la pueden ustedes consultar en libros o redes. Es apasionante, pero sencilla de encontrar. Lo que es más difícil es el estudio de los sueños y las pesadillas que moldeó Aníbal en la psique romana, la catarsis que provocó. La manera en que el cartaginés forzó las costuras políticas de la República, cómo obligó a reformular la ideología, las estrategias. Aníbal no solo llevó la guerra a las puertas de la Urbe, lo que ocasionó un shock en el pueblo romano, acostumbrado a librar las batallas en frentes cada vez más alejados, sino que obligó a la República a revisar sus entramados institucionales, incluso la idea que tenía de sí misma, abriendo las puertas a la futura visión imperial del Mediterráneo. Los romanos llegaron a estar tan desesperados que sacaron los Libros Sibilinos, hicieron purificaciones públicas, sacrificaron cientos de animales a los dioses (incluso personas), pensando que el cartaginés era su herramienta para que la Urbe pagase algún pecado desconocido. Nunca fue más cierto aquello que decía el boxeador Muhammad Ali: «Sólo un hombre que sabe lo que se siente al ser derrotado puede llegar hasta el fondo de su alma y sacar lo que le queda de energía para ganar un combate que está igualado». Gracias a Foreman, Ali llegó a ser el más grande. Gracias a Aníbal, Roma pudo llegar a ser Roma. En esta línea transcurre el denso ensayo 'La sombra de Aníbal. Liderazgo político en la República Clásica' (Siglo XXI Editores), de Pedro Ángel Fernández Vega.
Y en el camino, pasaron muchas cosas. Cambió la manera de hacer la guerra de los romanos, que tuvieron que adaptarse a los endiablados movimientos de Aníbal: desarrollaba maniobras envolventes; ataba por la noche teas encendidas a los cuernos de 2.000 toros para despistar a la tropa romana; quemaba campiñas enteras, dejando indemnes las casas de campo de los generales enemigos, para proyectar sobre ellos la sombra de la traición, como si tuvieran algún pacto secreto. El cartaginés obligó a la República a una leva continua de soldados, a nombrar dictadores como solución de urgencia (inaugurando una 'excepcionalidad' que acabaría en el famoso 'cesarismo'), a que oficiales como el gran Marcelo exprimiesen todas sus capacidades, a que el mismo Escipión, con solo 24 años, tuviera que hacerse cargo de las tropas en Hispania, porque nadie tenía ya los redaños para enfrentarse a Asdrúbal. La desalentadora situación obligó a Roma a buscar talento militar en el pueblo, el 'novus homo', siendo un acicate para la 'lucha de clases' contra la 'nobilitas'. Comienza a entrar el capital privado para subvencionar las guerras.
La batalla de Cannas, el 2 de agosto de 216 a.C, representó un artefacto nuclear para el orgullo romano (y para la historia). Aníbal aniquiló a un ejército romano de 100.000 hombres, el más numeroso de su historia, incluidos cónsules, tribunos y 80 senadores (mandó sus anillos a Cartago para demostrar su victoria), con una estrategia que aún se estudia en las academias militares. A partir de ahí, los romanos se encastillaron en una guerra de desgaste, sufriendo la defección de varias ciudades, otra guerra más con los macedonios de Filipo V, pero logrando que Aníbal no acabase del todo con la República o tomase la Urbe (se barajan varias teorías sobre la indecisión del cartaginés). Finalmente, la guerra comienza a cambiar las tornas: se toma Siracusa (su botín helenizante cambiaría para siempre los gustos y la estética romana), se reconquista Tarento, se expulsa a los cartagineses de Hispania. Y llega Zama, y la derrota (¡por fin!) de Aníbal Barca. Roma se proyecta sobre África, sobre Grecia, sobre todo el Mediterráneo. Los parámetros mentales de la tradición republicana se han forzado tanto que ya no puede volver a sus antiguos moldes.
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En un primer momento, el cesarismo sucumbió ante la potencia de la República. Escipión tampoco la forzó. Todavía faltaba para que llegasen Sila, Julio César y Augusto. Pero la puerta estaba ahí, ya sin candado, para quien tuviese la osadía o la ambición de entornarla. A este lado, quedaba el hombre que había roto el hierro, Aníbal, cuya historia posterior continúa siendo apasionante. Cuentan Plutarco y Apiano que, en una fecha inexacta, Escipión y Aníbal tuvieron un encuentro en una misión diplomática del primero en Éfeso. Escipión preguntó a Aníbal quién era el general más grande, este respondió: «Alejandro Magno». El romano estuvo de acuerdo, y preguntó: «¿Y el segundo?» Aníbal contestó: «Pirro». ¿Y el tercero? Yo mismo, respondió Aníbal, porque hice que Roma temblase de terror. Escipión, un poco picado, pero con humor, volvió a preguntar: «¿En qué posición te colocarías, Aníbal, si no hubieras sido derrotado por mí?» Aníbal respondió: «En ese caso me habría colocado por delante de Alejandro». Escipión sonrió, porque, aun así, continuaba admirando al cartaginés; de hecho, fueron lo más parecido a amigos que podía ser dos enemigos acérrimos. Y Roma nunca olvidó un grito: ¡Hannibal ad portas!
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