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El lunes fatídico, en la web de este periódico, aparecía una foto en portada, que al día siguiente fue recogida en la primera página de la edición en papel, mostrando a la consejera de Industria, Belarmina Díaz, y a la delegada del Gobierno, Adriana Lastra, manifiestamente abatidas en la bocamina de Cerredo. Detrás, un grupo de compañeros de las víctimas de la tragedia, con los que ambas autoridades habían hablado previamente, desolados por un siniestro injustificable. El presidente Adrián Barbón, en la explanada del pozo maldito, prometió el chequeo a fondo del accidente. La vicepresidenta del Gobierno y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, dijo que en el siglo XXI no cabe ninguna muerte así.
Es cierto. Asturias se ha convertido en un manantial de dolor por un drama inexplicable desde el punto de vista de los avances, el conocimiento ... acumulado, los protocolos y las tecnologías desarrolladas en materia de seguridad para prevenir catástrofes como la ocurrida el 31 de marzo en la montaña de Degaña. El grisú siempre está presente en la actividad carbonera, pero ya no estamos en la época del canario. Resulta insoportable pensar que la nueva minería conlleva el envío a la aventura por las entrañas de la tierra a personas desprevenidas. Sin medir los riesgos, sin advertencias previas o sin la suficiente preparación. Afirman los sindicatos que minas antaño seguras no se pueden convertir ahora en chiringuitos. La responsabilidad de que eso no ocurra nos atañe a todos, aunque mucho más a quienes tienen competencias para evitarlo. Porque hay indicios suficientes para llegar a la conclusión de que en esta materia, y especialmente en seguridad laboral, estamos asistiendo a una evidente relajación.
Hace treinta años que en esta región no se producía una tragedia en la minería como la que tuvo lugar en Cerredo. La última tuvo lugar el 31 de agosto de 1995, con el desastre en el pozo Nicolasa que segó la vida de catorce operarios. Pero Asturias cerró el año pasado con una cifra escalofriante de víctimas mortales. Veintiún personas fallecieron en accidentes en sus puestos de trabajo. La mayor parte de ellas cumpliendo con su labor en circunstancias muy adversas. El pasado 5 de septiembre, dos obreros morían en El Musel. En un siglo no se había registrado en el puerto gijonés un siniestro de semejante alcance. Han pasado siete meses y aún no se sabe ciertamente si el casetón que desmontaban pesaba mucho más de lo que las grúas podían soportar. Hay que dejar que la investigación discurra, pero también urge la explicación por el sufrimiento de las familias y el compromiso con toda la sociedad.
En el trágico suceso del pasado lunes, las autoridades ya advirtieron de que las pesquisas se alargarán durante mucho tiempo. Años, incluso, llegaron a decir. Las informaciones que van saliendo a la luz a raíz del cataclismo ponen en cuestión el funcionamiento del aparato administrativo que tiene que velar por el negocio carbonero, las supuestas fechorías de los empresarios, las actividades e intereses ocultos, la posible desviación de subvenciones para otros fines… El escándalo amenaza con ser mayúsculo.
Son muchísimas las incógnitas surgidas a las que la investigación tiene que responder. ¿Qué permisos tenía la empresa? ¿Qué actividades podía desarrollar en la mina? ¿Es cierto que estaba extrayendo carbón sin tener autorización para ello? ¿Cuáles son las tareas a las que estaban encomendadas las víctimas? ¿Y en el momento de la explosión, qué estaban haciendo? ¿Retiraban material de desecho? ¿Exploraban en busca de grafito? ¿Sacaban mineral? ¿Por qué no se había detectado antes de entrar en la planta la presencia de grisú? ¿Funcionaban los mecanismos de detección del gas correctamente? ¿Es verdad que días antes algunos trabajadores sintieron mareos? ¿No había un buen sistema de ventilación? ¿Acaso el fin de semana quedaba inactivo en la zona donde se estaba operando? ¿Qué provocó la explosión? ¿Los trabajadores estaban suficientemente preparados para las labores? ¿Tenían buenos equipos de protección? ¿Qué controles había de seguridad? ¿Quiénes los ejercían? ¿Por qué la Administración dejó de hacer inspecciones en los últimos seis meses? ¿Qué razones existían para dejar de atender las denuncias recibidas por las presuntas irregularidades en la explotación?.
La lista de preguntas se hace interminable. La responsabilidad de lo ocurrido va camino de formar una cadena muy amplia. Ahora bien, el llanto derramado en el valle de Laciana no se evapora con el paso del tiempo. En todo caso, solo la acción de la justicia puede levemente servir de consuelo.
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