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Cada vez que usted se mueve por la red, el rastro de datos queda registrado, empaquetado y vendido en almoneda al mejor postor. Pero esto, usted ya lo sabe. Nos enteramos en 2018, con el escándalo de Cambridge Analytica, que nos advirtió de que la ... utopía digital no era exactamente lo que nos contaban. El malestar por el uso incontrolado de los datos, las amenazas sobre nuestras vidas y nuestras decisiones por parte de leviatanes tecnológicos y gobiernos. La capacidad de 'hackear' nuestro cerebro, de anular nuestra libertad. No obstante, ni siquiera ahora somos conscientes del peligro.
Estas son las cifras: la media diaria de uso de un 'smartphone' es de 52 veces, cuatro horas ante la pantalla. Los estadounidenses consultaron sus móviles unos 14.000 millones de veces al día en 2019. Los mismos aparatos que nos geolocalizan cada instante, que vía aplicaciones predicen nuestro comportamiento: de un teléfono apagado, se reciben cada 24 horas unos 900 datos de muestra. La tecnología se vuelve más líquida, más invisible, las adicciones se incrementan. Hay un montón de enanitos laboriosos en las empresas utilizando la psicología y la neurociencia para diseñar la forma de mantenernos conectados la mayor cantidad de tiempo: usan las recompensas intermitentes, las cadenas de reciprocidad, el miedo a perderse algo, la aprobación social, los 'scroll', las descargas de dopamina... Su modelo económico se basa en generar dependencia, en una 'economía de la atención' para maximizar el tiempo de consumo. Esto tiene efectos perniciosos: hiperactividad cerebral, descenso de la introspección o la atención profunda, aislamiento y depresión, impaciencia, insaciabilidad, externalización de nuestras facultades, memoria, cálculo, cognición... Hemos llegado al punto de que el 'Efecto de Flynn', el aumento del coeficiente intelectual año tras año, puede empezar a revertirse, en una espiral de delegación infinita.
En la vida se trataba de ser feliz, ¿no? Pues parece que eso pasaría por la facultad para no preocuparse en exceso de la mirada de los demás, y la tecnología no está ayudando precisamente en ese proceso de distanciamiento. Comparación continua, clasificación, una búsqueda del éxito que, a veces, se confunde con la búsqueda de la felicidad. Mientras, la soledad llena las redes, las leyes se rompen de continuo en el éter digital, se corrompen los vínculos sociales. El filósofo Éric Sadin nos avisa de la capacidad conminatoria de la tecnología: incitación, prescripción, coerción. Google, Facebook, te dicen lo que tienes que hacer, aspiran a satisfacer tus deseos de consumidor antes de que los hayas expresado. Ese es el nivel. Ese es el objetivo. Trabajan cada día en las tecnologías persuasivas para reemplazar nuestra voluntad por automatismos, controlar la voluntad, los deseos, las expectativas. Somos ratas en un laboratorio mundial. Gestión de datos, abuso de posición dominante, vigilancia constante. Después de 300 'likes', la máquina te conoce mejor que tu mamá: sabe nuestros intereses, estados emocionales, vulnerabilidades. La máquina dispone de IA, 'big data', 'machine-learning', herramientas que nunca descansan en la búsqueda de la forma de encerrarnos en un determinismo virtual, para predecir nuestra trayectoria y ser capaces de modificarla. ¡Si hasta Zuckenberg no quiere que sus hijos se eduquen con las redes!
Gaspard Koening escribe que el triunfo del bienestar puede estar firmando la abdicación de la libertad: la libertad de elegir, de rebelarse, libertad de equivocarse. Cuando no estamos produciendo vía 'online', estamos consumiendo, un consumidor cuyo apetito comercial se pretende maximizar, cuyo deseo se pretende magnificar, tanto como reprimir los medios que le permiten regularlo. Netflix y Amazon nos estudian, nuestro comportamiento, nuestras elecciones: es la 'gobernabilidad algorítmica'. Lo que está sucediendo en China ya parece un capítulo de 'Black mirror': hipervigilancia, créditos Sésamo, millones de cámaras en las calles, aplicaciones hasta para ir al baño. Google nos monitorea a la caza de los beneficios de la publicidad. Tu propio móvil te vigila. Es la era del 'neurocapitalismo', en el que, finalmente, se recabarán los datos directamente del cerebro mediante dispositivos conectados al magín. Su promesa es cuidar nuestra salud, hacernos la vida más fácil, propiciar entornos más seguros, darnos más control sobre la realidad. A cambio, casi nada: una firmita y les regalamos el alma.
Los creadores de las tecnologías inteligentes tienen un plan: acabar con la imperfección de la condición humana. Eliminar la frustración, el fracaso, el arrepentimiento. Precisamente todo lo que nos hace humanos. Qué paradoja. Y nos ofrecerán robots sexuales, robots que hagan la guerra por nosotros, un neuromarketing inasequible al desaliento. Orwell escribe: «En realidad, la mayoría de las virtudes que admiramos en los seres humanos únicamente se manifiestan ante el sufrimiento, la dificultad o la desgracia. Pero el progreso mecánico tiende a eliminar el sufrimiento, la dificultad o la desgracia». Qué sucederá cuando el 'solucionismo' mesiánico de Silicon Valley alcance sus mayores cuotas. Esa fantasía prometeica en la que la tecnología abolirá todos nuestros males, y aunque sea solo eso, una fantasía, en el camino se encargará de regir cada uno de los aspectos de nuestra vida. Un hombre nuevo, las 'almas de acero' que proclamaba Stalin, el 'soldado político' al que aspiraba Hitler. Cómo nos podemos oponer a un siglo XXI tecnocrático, qué medidas debemos adoptar para que la caja de Pandora no sea abierta o, al menos, esté bajo cierto control. Todo esto pueden leerlo en el ensayo 'Anestesiados' (Catarata) de Diego Hidalgo, un documento bien informado acerca de los males que nos acechan y una lista de contramedidas y autoprotecciones que será necesario adoptar, si no queremos que las grandes tecnológicas y los mismos estados se conviertan en una incierta pesadilla.
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