Sí, claro que me constan las reminiscencias de las cinco palabras que dan titulo a mi recado de hoy. ¿Cómo no voy a acordarme –la tengo cerca, en mi estante preferido y al lado de 'Cien años de soledad'– de otra grandiosa novela de ... Gabo, Gabito, aquel niño nacido en la Aratacaca colombiana, hija a su vez de las tierras llamadas de la Santísima Trinidad, generosas en dar arroz, palma africana y banano? Ni que decir tiene que estoy hablando de 'El amor en los tiempos del cólera', una crónica magistral sobre el amor, que todo lo vence; sobre el paso del tiempo, la vejez y la muerte. Pero ahora quiero decir algo de los sobrevenidos codazos fraternales; del gel desinfectante a la hora de acudir al quiosco para hacerme con el periódico del día; del entrar y el salir del supermercado de la esquina en busca de una chocolatina, de esas con que se relamen los chiquillos de medio mundo, de esas que aún gustan tanto al niño viejo que soy. Aquel que no tuvo chocolatinas en los días pobres de la posguerra pobre. Bien lo sabe el gran escritor y amigo don Pedro de Silva.
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El amor, ese esquivo sentimiento tan difícil de atrapar, tan renuente a salir de nuestro corazón, limpio y desprendido, para entregarse a otro que a veces rechaza nuestro regalo, ¿está venciendo, o no quiere hacerlo, en estos tiempos del lacerante Covid-19? ¿Es suficiente el ceremonial de la mascarilla cuando acudimos a nuestra cafetería cotidiana y nos sentarnos a la mesa de siempre, tras el parco saludo al vecino con quien nos cruzamos en el portal de casa, a veces llevando la mano al corazón, apenas con palabras y dudando de si estamos creyéndonos protegidos o no por la máscara que nos cubre la boca y la nariz? Porque así es el ritual que hoy nos vemos obligados a cumplir en razón de ese 'bichito' maléfico que nos sobrevuela dondequiera que nos hallemos. De modo que hemos de seguir amando, con la aplicación del gel higienizante y con las palabras que hablan nuestras manos, sin tocarse, o con el gesto y la mirada, lo que no debemos decir abiertamente, de cerca, con los labios invisibles, solo patente en los ojos nuestra forma ancestral de comunicación. ¿De manera que es ésta la única manera de expresar lo que apetecemos o reprobamos? Claro que no. Nos quedan otras fórmulas: la del disimulo de la mirada en apariencia distraída, nos queda el ceño, «ese gesto de enfado, concentración o preocupación que consiste en arrugar la frente y juntar las cejas». Nos queda el recurso de alejar la vista en busca de alguien que no existe o, en todo caso, de la persona cuyo saludo queremos esquivar. Además, en los inclementes días que corren, a los enamorados y a los amigos les queda el codazo, el ceremonial de codo contra codo, no el del 'golpe dado con el codo' o el del 'llegar a algo con la mano, sin asirlo', de que hablan los académicos, sino el que nombro arriba, el de la renuncia al beso en los labios o en la mejilla. Además, nos queda el recurso del acercamiento con la mirada al cruzarnos en la acera; nos queda la separación, de dos metros entre mesa y mesa, en la cafetería de siempre, con media sonrisa en los ojos. Nos queda el saludo con la mano derecha sobre el corazón.
Y, claro, nos queda la mascarilla del color preferido, a veces tatuada con una rosa o con las flechas de Cupido, como la que usan, entre precaución y coquetería, las muchachas en flor, aquellas que amaba [es un decir] el galo Marcel Proust.
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