Hace unos meses Alberto y Begoña tuvieron la gentileza de pasar a saludarme por el Rectorado. Les agradecí el gesto y que Alberto me hubiese acompañado en el acto de mi toma de posesión. Recordamos momentos compartidos. Nos unían nombres y acontecimientos que nos marcaron ... para siempre, él como rector magnífico, yo como estudiante de derecho. Hace unas semanas apenas, le invité a que formara parte de un grupo de personas de dentro y fuera de la universidad asturiana para que nos aconsejaran y ayudaran con su experiencia y visión a dirigirnos en la dirección correcta. Me alegró inmensamente saber que podía contar con él y que además lo hacía con un ánimo renovado de aportar y contribuir a la tarea. Alberto siempre fue persona de altísimo sentido del deber. Él entendía que le tocaba volver otra vez a asumirlo, aunque fuese de esta forma tan modesta.

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En la vida uno tiene ocasiones, pocas, de encontrarse con alguien de semejante talla. Un universitario de vocación, académico brillante, que dirigió la Universidad encarando sin reservas con mucha prudencia y talante el momento decisivo que ofrecía la recién aprobada Ley de Reforma Universitaria: reinventar la Universidad de Oviedo. Porque sí, a Alberto, y el equipo rectoral que le acompañó, le tocó la tarea de reinventar la Universidad, de reconstruir la institución académica que había que repensar enteramente a la luz del nuevo marco legal sustentado en su autonomía y profunda democratización. Dos de sus discípulos, brillantes universitarios también, Javier Pulgar y Fernando Bastida, en un precioso trabajo sobre la vida y obra con motivo de su homenaje jubilar, calificaron a Alberto de rector que no quiso serlo. Si hay un rasgo que define a Alberto, además de su bonhomía y lucidez, atributo propio solo de los más inteligentes, es su sentido del deber. En aquel momento era su deber dar ese paso y lo hizo. Como también creyó que lo era afrontar los cambios a pesar de que lo sencillo hubiese sido quizá dejarse llevar por las circunstancias. Como también consideró que era su deber someterse a la confianza del claustro recién constituido a pesar de restarle aún mandato, o dar un paso atrás si su continuidad era motivo de disputa entre los suyos y no una razón para esfuerzos y culminar el trabajo iniciado. Así era Alberto, compromiso, rigor y responsabilidad al servicio de lo que más quería, la universidad.

Creo que la universidad asturiana sigue en deuda con Alberto. A veces tendemos a dejar atrás a aquellos sobre cuyos hombros nos alzamos, aunque creamos inocentemente que somos en realidad los primeros. Hoy la universidad asturiana está herida y huérfana de uno de sus más grandes referentes. Se fue con la misma discreción con la que ha conducido su vida y su quehacer académico. Sé que no hay palabras, y menos las mías, que puedan mitigar el dolor de su familia, aún sorprendida por lo inesperado e imposible. No tocaba. Tampoco las hay para trasladarles el dolor de una universidad que se siente huérfana. Solo nos queda el consuelo de que ese vacío lo llenará el recuerdo de un hombre, un universitario y un académico sin igual.

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