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Yo nací en la Gota de Leche, de donde se sigue que soy ciudadano del mundo, europeo, español, asturiano, gijonés y afortunado. No creo que sea necesario profundizar en el evidente porqué. Lo cierto es que soy lo que soy, somos lo que somos, gracias ... a los amorosos cuidados maternos y a los de don Avelino, don Pedro Víctor y los de cuantos sanitarios gijoneses, gloriosa generación, nos protegieron de los patógenos, no solo físicos por cierto, del momento. Para la gratitud ilimitada o para nombrarlos uno a uno, que sería lo imprescindible, nunca hay espacio suficiente. Nos consuela sin embargo que lo único importante es que ellos sepan, como saben, que los recordamos con el alma.
Supongo que lo que acabo de decir no le interesa demasiado a nadie, menos a mí y quizás a quienes, nacidos también en la Gota de Leche, se sientan aludidos. Sólo lo cuento para introducirme en la nostalgia. La Navidad y el fin de año son períodos de reinicio, palabra horriblemente mutilada por la cibernética, pero muy de nuestro tiempo y fácil de entender. Realmente la Navidad es el tiempo de la gran esperanza y, por ello, también el tiempo de la nostalgia en relación con los que sabemos que, aunque ya no podamos verlos ni abrazarlos porque han cruzado a bordo del esquife de Caronte el brumoso río que nos separa del más allá, perseveran en esa esperanza.
El pasado 24 de septiembre de 2023 murió repentinamente, en plena lozanía, mi amigo Marcelino Gutiérrez González, periodista y director del diario EL COMERCIO, dejándome en silencio. Un mutismo difícil de romper, porque no hallo la palabra adecuada. Afortunadamente muchas palabras, mejores que la mía, se han escuchado ya para consuelo de su familia y de sus amigos. Palabras que por su cantidad y calidad prueban lo que Marcelino representaba y seguirá siendo siempre para nosotros.
Ahora, en pleno tránsito al nuevo año, he reencontrado de pronto la palabra esperanza que para mí llena de significado, entre otras muchas cosas, la ausencia de Marcelino. La última vez que tuve la suerte de estar con él fue un mes antes de su inesperada partida, en agosto, tiempo de retorno para los asturianos transterrados en el asturianísimo Madrid, cuando tuvimos la oportunidad de almorzar juntos en el comedor del Club de Regatas, frente al mar, que tanto nos dice. Me gustaba de Marcelino su tranquila, inquisitiva y paciente mirada de periodista, siempre serenamente atenta, nuestro compartido amor por las humanidades, su inagotable capacidad para preguntar cualquier cosa de manera inteligente, otra virtud de periodista, y su humildad discreta, virtud de los nobles de espíritu, su horror a la estridencia y su voluntad, tan necesaria, de no molestar, de añadir y no de disgregar.
No quisiera que para su mujer y su hija, de cuyo avance en su formación artístico-humanística se sentía tan legítimamente orgulloso, estas palabras acabaran reavivando, o, lo que sería más inoportuno e injusto, incrementando el agudo dolor que ya siempre, pero más en esta primera Navidad ausente del hogar, sentirán cuando lo recuerden. Quisiera, al contrario, que fueran unas palabras para encontrar el sentido a ese lacerante dolor, que para mí no es otro más que la esperanza. Como en la conocida canción de Vera Line, 'We'll meet again', que tanto me gusta, no sé cuándo ni sé cómo, pero sé que nos volveremos a encontrar en un día soleado. Mientras, seguiremos trabajando todos, tu familia, tus compañeros periodistas y tus amigos, por la libertad y la paz a la que tanto contribuiste orientándonos desde el centro del mundo, o sea, desde la villa de la Gota de Leche, es decir desde Gijón. Hasta lueguín, querido Marcelino.
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