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Nuestros adolescentes se suicidan. Nuestros adolescentes se autolesionan. Nuestros adolescentes se deprimen. Nuestros adolescentes se desesperan. Cómo es posible. Antes la juventud llevaba sus cosas: que si se pasaban con la 'leche de pantera' (¡la inventó Chicote para los legionarios de Millán-Astray!), que si ... conducían bolingas perdidos, que si alguien se ha olvidado el condón y bingo, que si fumaban como una chimenea. Pero eran alegres, vivarachos, provocadores, de índole un poco cafre, eso sí. Pero eran chavales. Eran la 'jeunesse' en toda su gloria y desorientación. ¿Qué ha pasado? ¿Qué nos hemos perdido los mayores por el camino?
Eran la generación más preparada de la historia. La generación con más abundancia de información. La que disponía de más medios materiales. Pero tienen ansiedad, depresión, trastornos varios. Cada minuto, un adolescente se pone en contacto con las líneas de ayuda telefónica. Ideaciones suicidas, autolesiones, acoso físico y ciberacoso, maltratos, abusos, separaciones. Y la cosa aumenta año tras año. En la época en que tendrías que estar haciendo poemas malos a Hermelinda, que no te hace mucho caso, o viajando un poco para quitarte el pelo de la dehesa, estás tomándote en serio las penas del joven Werther y te matas de verdad. Los mayores corremos el riesgo de perdonarles la vida, de vilipendiarles, de decir que son débiles. Con un gesto de condescendencia les reprochamos que cómo puede ser, ellos, que lo han tenido todo, que se han llevado tantos de nuestros sacrificios, que cómo se atreven a quejarse porque no tengan el último teléfono inteligente, que estáis pegados a las pantallitas, que no tenéis carácter, que solo pensáis en hacer esos puñeteros vídeos de Tiktok, con esa ansiedad que los gringos denominan FOMO, el miedo a perderse algo en las redes, cuando lo que estáis perdiendo es vuestra vida. Y bien: hasta aquí la filípica.
Yo también pensaba todo esto. Lo pensaba hasta que un fin de semana me invitaron a un taller en Córdoba. Me reuní con unos chavales, cada uno de una rama artística, charlé con ellos. Siempre me sorprendo cuando hablo con la juventud, su inteligencia, en muchos casos, su preparación. Recuerdo a una chica que estaba haciendo a la vez literatura comparada y matemáticas, cuando yo tengo problemas para hablar por teléfono y tomar notas al mismo tiempo. Impresionante (la chica). Deberían haberme hablado de su ambición, de sus proyectos, de sus ganas de comerse un mundo que les pertenece por derecho divino. A cambio, me encontré con críos ensimismados, con episodios recurrentes de depresiones y autolesión, incluso intentos de suicidios. Todo su arte se basaba en el dolor, en su propio ombligo. Apenas se interesaron por mí, por mi carrera, por mis opiniones: solo me hablaban de sus problemas. Recordé que Hemingway escribía en 'El viejo y el mar' que «el hombre puede ser destruido, pero no derrotado». Allí solo veía derrota. Y me dio qué pensar, porque quienes les habíamos educado éramos los mayores.
Veamos: ¿una parte de los adolescentes son culpables? Quizás sí. Por la autocompasión, por rendirse tan pronto, por engancharse a las redes y ser incapaces de mantener una relación que no sea virtual, por dejarse atrapar en esa soledad. Duermen menos, hacen menos deporte, pasan menos tiempo con los amigos. Ahora bien, ¿y qué hay de los adultos? Cuál es nuestra parte de culpa en este sacrificio. Algo hemos hecho mal. Sé que tuvimos el Covid, sé que hay una guerra con los ruskis, sé que la economía se ha ido al carajo y con ella, las oportunidades. Todo eso ya lo sé. Pero todo esto venía de antes. La falta de satisfacción con el cuerpo, la ausencia de autoestima, los bajones, la desesperanza. Una chica me contaba cómo había sufrido episodios de acoso en las redes y profundas depresiones, yo le dije que mandara a tomar por el culo a las redes, ella me miró ojiplática, como si resultase imposible abandonar la vida digital. O sea. Pero la pregunta continúa en el aire: en qué hemos fallado los mayores. Porque ya no nos vale con hacer rogativas, lustraciones, juegos y banquetes a los dioses, ahora se trata de ponerse en modo sherpa para comprender las circunstancias. Padres consumidos por el trabajo que no tienen tiempo para crear confianza con los chavales. Padres que compensan la falta de atención con regalos. Padres que no les educan para enfrentarse al fracaso y la frustración. Son algunas de las cosas que se me ocurren en esta desmadrada geometría compleja, llena de paraboloides hiperbólicos, de espirales psicológicas a lo Gaudí. Lo que tengo claro es que el problema no se soluciona atacándoles generacionalmente, ni con el victimismo, porque si ellos fracasan, nosotros fracasamos también.
Los adolescentes. Hipersensibles socialmente. Atentos a las jerarquías de los grupos. Explorando y conformando sus identidades. Quién soy. Quiénes son mis amigos. Dónde encajo mejor. Los adolescentes. Teniendo sus primeras experiencias sexuales, con drogas, con alcohol, a veces todo a la vez. Rumiando y rumiando los bits digitales. Hermosos, inteligentísimos, pero tan perdidos como Fabrizio del Dongo en la batalla de Waterloo. «Los infiernos están vacíos y todos los demonios están aquí», se lee en Ricardo III. Cómo nos enfrentamos a ellos. Quién les abrió el camino. Recuerdo el documental 'Bowling for Columbine', en el que Michael Moore examinaba la masacre de Columbine, y en el que tiene una conversación con el ahora estigmatizado Marilyn Manson. Se le acusaba de promover la violencia con su música satánica, que era la que escuchaban los chavales que dispararon. Manson habla con Moore y explica su punto de vista, bien argumentado, acerca de cómo le están utilizando para desviar la atención de otros problemas del país. Al final, Moore le pregunta qué les diría a los chavales de Columbine si pudiera hablar con ellos. Manson contesta: «No les diría una sola palabra, escucharía lo que ellos tienen que decir, eso es lo que no ha hecho nadie».
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