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Gijón no fue elegido para albergar la Agencia de Inteligencia Artificial. Coincidió, con ese amargo trago para Asturias, que un antiguo compañero me remitió por correo el enlace https:// chat.openai.com para que probara y alucinara con lo que es capaz de responder una ... Inteligencia Artificial (IA) a las más sesudas preguntas o problemas que, como filósofo 'apocalíptico' (según él), con respecto a las tecnologías digitales podía plantear. Probé por curiosidad a formular algunas cuestiones y estuve entretenido un buen rato con la maravilla tecnológica. Lo que me condujo a las siguientes reflexiones.
Las respuestas generadas por las Inteligencias artificiales (IAs) (hablo en plural porque hay varias a las que podemos acceder como CoPilot, ChatGPT y AlphaCode), son 'prudentes' y tienen mucha coherencia cuando las preguntas se pueden responder de manera automática, consultando y combinando con la velocidad vertiginosa de sus potentes motores, que rastrean las inconcebibles cantidades de datos que tienen acumulados en su memoria. No sé si serán medibles en gigabytes, petabytes, exabytes, zettabytes o yottabytes, poco importa. Cuando mis preguntas se inclinaron por problemas de teoría de juegos, como el dilema del prisionero (lo comentaré después) las IAs 'pestañean', tardan y las respuestas dejan bastante que desear. Y es que en teoría de juegos el resultado no solo depende de lo que haga uno, sino de cómo interprete la acción de este otra inteligencia y su posterior reacción. Inferí que las IAs siguen operando, de momento, en un terreno sintáctico y los problemas que puedan plantear a los humanos estos sistemas expertos será cuando operen en campos semánticos o hermenéuticos, y eso todavía no pueden hacerlo. Por consiguiente, las IAs tienen mucho de artificiales y poco de inteligentes.
El juego del dilema del prisionero -conocido también como el de la acción colectiva o el del parásito- es un acertijo que trae de cabeza desde hace muchos años a insignes matemáticos. Consiste en plantear el conflicto existente entre lo que es racional que deseen, de manera colectiva, todos los integrantes de un grupo y lo que es lógico que haga cada uno de sus componentes. Según este planteamiento, cuando se presenta un bien común capaz de beneficiar a todos los miembros de un conjunto, estos tenderán, en lo individual, como parásitos, beneficiándose de él sin contribuir a su provisión para cuando lo necesiten todos. No voy a mostrar las respuestas que me dio la IA, pueden hacerlo ustedes planteando algún problema del tipo: los límites del crecimiento económico ¿a quién benefician? ¿Por qué en los países occidentales está declinando el Estado del bienestar? ¿Por qué durante la pandemia se agotó el papel higiénico en los supermercados? ¿Cuál es la causa de que haya personas que adquieren el bono del transporte gratuito y luego no lo utilizan? ¿Por qué no implementan medidas algunos países para paliar el cambio climático?... Prueben a preguntar a las IAs. La solución a estos problemas es muy compleja y verán que el juego del prisionero, más que un acertijo matemático es un problema psicológico, sociológico y político, que a nada que atinemos lo podemos ver por todas partes: la acción colectiva que se necesita para resolver determinados problemas choca con lo que hacemos cada uno de nosotros y las IAs tampoco aportan soluciones. Éstas producen bastantes espejismos en políticos y gestores económicos. Si bien, es cierto que las grandes acumulaciones de datos son una fuente de ingresos para las potentes empresas del sector y les confieren poder. Los datos que posee la memoria de una IA se traducen en información, que muchas veces es efectiva, cómo no. Cuentan con millones de frases, millones de artículos refinados y miles de enciclopedias que los algoritmos combinan, pero la información es quebradiza, no genera hechos, tampoco conocimiento y mucho menos sabiduría. Cada vez seremos más tontos si para cualquier chorrada acudimos a estos sistemas expertos para que nos solucionen nuestros problemas.
Va siendo hora de que los filósofos empecemos a pensar en los límites de la tecnología, al igual que hicimos en su tiempo con los límites de la razón. Plantearnos estos límites no va a ser fácil. Es un lugar común establecer una ética para máquinas y los principios de precaución deben vertebrar los límites de la acción tecnológica, pero esa ética provendrá del campo de la tecnología, no de la filosofía ni de la política, que son las que darían a la tecnología su verdadera condición humana.
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