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Muchas mujeres y niños han abandonado ya Járkov, o están pensando en hacerlo. A pesar de que llevan 26 días bajo fuego ruso en esta ciudad del este de Ucrania, a pocos kilómetros de la frontera con el que antes era su país hermano y ahora es su enemigo, «el ejército ucraniano no ha permitido que los rusos entrasen en la ciudad. Yo creo que se han dado cuenta de que no pueden hacerlo fácilmente y por eso han intensificado los bombardeos y los ataques aéreos». Quien nos lo cuenta es Maksym Levytskyi, un policía ucraniano que colaboraba con la misión de la Unión Europea en la segunda ciudad más poblada del país por detrás de Kiev, la capital. Allí tenía su base el equipo de la UE que formaba a las fuerzas del orden ucranianas y los responsables de la administración de justicia para adaptar sus estándares a Europa, de cara a una posible entrada en la Unión Europea. Ahora todo se ha ido al traste, la guerra obligó a todos los integrantes de la misión a huir del país -el policía gijonés Karmelo López, su responsable de seguridad, organizó la evacuación hacia Polonia, donde ahora colabora en la frontera para asistir a los refugiados-, pero Maksym decidió quedarse en Járkov, con su familia, con sus amigos, para ayudar en lo que se pudiese. De hecho, es en cierto modo el responsable de seguridad de su vecindario, quien se encarga de que no falte de nada. Medicinas, alimentos... y colabora con las autoridades municipales en mantener el orden en una ciudad en la que las necesidades llevan a algunos a adueñarse de los bienes de otros. De hecho, se turnan para proteger sus coches por la noche: la gasolina es un bien preciado, y caro.
El policía Levytskyi, el último de la misión europea en la ciudad de Járkov, recorría esta mañana para EL COMERCIO algunas de las zonas cercanas a su casa, aún intacta. La suya está en un edificio de apartamentos no lejos del centro de la ciudad, y junto con los vecinos de otros dos bloques han creado una especie de comunidad en tiempos de guerra. «Somos como una gran familia», resumía el agente. Por el día, si no suenan las sirenas, salen de los sótanos, en los que pasan la noche. En su caso, la idea de irse con su mujer, Tetiana, y su hija, Myroslava, de cinco años, sigue rondando por su cabeza, pero deberían dejar atrás a padres, abuelos, tíos, primos y amigos.
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Además de la ciudad que consideran propia, la ciudad a la que aman. Teme sentirse culpable toda la vida si los abandona. Salir a las calles que hace apenas un mes eran bulliciosa se ha convertido en un ejercicio de nostalgia, y de frustración. Lo que se ve es un escenario de guerra, con edificios destrozados, coches destruidos, boquetes causados por los misiles. «Según las últimas cifras que ha facilitado el alcalde, los ataques aéreos han afectado a 950 edificios de la ciudad, 778 de ellos de uso residencial», explicaba el policía. Tras él, muestra uno de ellos, con las paredes reventadas, las habitaciones abiertas al exterior.
«Muchos, como este, han quedado inhabitables, otros tienen agujeros en la fachada, en el techo... En cualquier caso, la mayoría de los edificios de Járkov ya no tienen ventanas, así que decidimos apagar la calefacción. No tiene sentido calentar una casa con los cristales de las ventanas reventados», nos explicaba. Y eso que las temperaturas caen hasta los 10 grados bajo cero. Unas calles más allá, varios hombres desescombran otro edificio, en busca de alguna cosa que pueda rescatarse. «Los rusos han intensificado los ataques aéreos, nunca sabes dónde ni cuando puede caer un misil», explicaba. Aunque lo peor siempre es por la noche, cuando los habitantes de Járkov tienen que ocultarse bajo tierra. «De día volvemos a casa, donde tenemos nuestras cosas, nuestra ropa, nuestra comida. Y los que no tienen un refugio adecuado, en eso nosotros tenemos suerte, se van a dormir al metro, donde no hace tanto frío», explica.
El día a día en Járkov es extraño, pero el sueldo sigue llegando, y la economía, aunque de una forma limitada por las circunstancias, sigue en marcha. «Hay que seguir comprando alimentos, combustible, medicinas... Todos los funcionarios y trabajadores seguimos recibiendo el salario, y quien se quedó sin trabajo, puede pedir una ayuda para poder acceder a lo básico», explica. Por suerte, la tarjeta de crédito sigue funcionando, y cuatro de cada cinco establecimientos la aceptan. También se reparte entre la población un 'pack' de comida para quien lo necesite. Incluye pan, azúcar, aceite y pasta, entre otros alimentos. «Nosotros, como podemos comprarla, dejamos esos 'packs' para quien de verdad no tiene acceso a ella», nos cuenta. Una calle antes viva, adornada con banderines con los colores de Ucrania, se muestra en el horizonte como un auténtico descampado, con el suelo levantando por las explosiones, coches volcados y humeantes, el mobiliario urbano inexistente. Y vacía. Sobre todo en la zona norte y este, donde está la línea del frente que protege la ciudad. «En la zona sur y la oeste, no estamos cercados, hay un corredor humanitario que trae productos, ayuda, y permite salir de la ciudad a quien decide hacerlo». Si en los primeros días los vagones de tren iban con entre 200 y 300 personas cada uno, ahora el flujo se ha ralentizado. Aún así, a diario salen personas hacia zona más segura. Cuanto más al oeste, menos peligro. Y muchos deciden cruzar la frontera como refugiados hacia Polonia, Moldavia, Eslovaquia, Rumanía...
Los que queda, resisten. «La situación humanitaria está bien, parece que la posición se ha estabilizado», nos cuenta. «Nos llega equipamiento, ayuda militar... Nos han llegado 90 ambulancias de Dinamarca, que nos permiten acudir a todas las emergencias», agradecía. Y la ciudad está poblada sobre todo por bomberos, equipos de rescate, policías y ejército. De vuelta a su casa, Maksym echa la vista atrás, para observar otro edificio destrozado por las bombas. «No nos queda otra que resistir, que hacerles frente. No podemos abandonar el país y dejar que se lo queden». La guerra sigue, las personas que se han quedado la sufren cada día. Cada noche. Cada minuto.
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