Medio millar de mujeres trabajaban como prostitutas en el burdel del centro de Faridpur en 2011, la primera vez que lo visité. Se habían unido para reivindicar derechos que parecían muy básicos después de que una masa enfurecida prendiese fuego al cercano prostíbulo C&B ... Ghat, y su inesperada rebelión me suscitó interés durante el segundo viaje que hice a Bangladés. Fue entonces cuando conocí a Aleya, Brishti o Sajida, peones y caballos de un negocio que deja al descubierto profundas contradicciones de la conservadora sociedad musulmana, involucra también a empresarios, políticos y policías, y destroza las vidas de mujeres y niñas que difícilmente encuentran salida.
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Sus historias, y el entorno en el que discurren, me impactaron tanto que decidí volver a visitar a sus protagonistas cada lustro para documentar el desarrollo de las vidas de estas mujeres. Eso hice en 2016, cuando ya se apreciaba el deterioro del entorno y una mayor hostilidad por el impacto que han tenido la irrupción de los móviles con cámara y las redes sociales. El covid forzó el aplazamiento del viaje previsto para 2021, que he podido realizar este año. La pandemia ha tenido un impacto profundo en la calidad de vida de las mujeres, y sus condiciones laborales han empeorado aún más. Su historia dibuja una detallada radiografía de la prostitución en Bangladés, que se puede hacer extensible a muchos otros países en vías de desarrollo.
Un mundo que no entendemos, pero que existe y que se refleja en las historias de sus protagonistas. Estas son.
Aleya perdió la virginidad a los 14 años. Pero no fue por gusto. Un hombre pagó por disfrutar de ese privilegio. «Unos meses antes, después de una de las muchas palizas que me daban mis padres, había decidido marcharme de casa. Deambulaba por la calle y una mujer me ofreció comida y cobijo. Era demasiado niña para darme cuenta de que me llevaba a un burdel», recuerda. La encerraron en un altillo y, finalmente, la forzaron a recibir clientes.
Aleya
Hace ya tres décadas de aquello, pero Aleya no se ha movido del burdel de Faridpur en el que acabó. Al contrario, ha crecido con él y se ha convertido en un buen ejemplo de cómo perdura el círculo más vicioso de la prostitución en Bangladés. A sus 51 años, ahora es ella la que se lucra con chicas jóvenes que alquilan sus cuerpos en los infectos cuartuchos de los edificios de hormigón que conforman este laberinto angosto y oscuro.
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«Cuando llega una chica nueva, indagamos un poco y le hacemos un contrato de uno a tres años. Durante ese periodo, nos encargamos de ella. Pero solo se le paga lo que han ganado, menos el coste de su manutención, cuando concluye el contrato. Se pueden ir antes, pero entonces no cobran», explica Aleya, que se queja de cómo ha subido el 'precio' de las chicas: «Antes los intermediarios -a menudo mujeres como la que engañó a la propia Aleya- pedían unos 3.000 takas (en torno a 30 euros), pero ya no se encuentra a nadie por menos de 80.000 (casi 800 euros)».
Hace doce años, cuando nos conocimos, Aleya tenía bajo su tutela a media docena de chicas, la mayoría menores de edad, y residía en una de las mejores habitaciones del burdel; ahora, muy deteriorada físicamente, solo una sigue sus dictados. Se llama Sajida, tiene 30 años, sufre problemas mentales, y cuida de su tercera hija, fruto de la relación con un cliente habitual que no ha vuelto desde que dio a luz. Los otros dos descendientes murieron. «El primero con dos años, por una fiebre; la segunda en el parto», comenta con calma sorprendente.
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Sajida asegura que se inició en la prostitución por voluntad propia a los 13 años: «Quería ser una chica mala». Y añade que su relación con Aleya es como la de madre e hija. «No le pago nada ahora porque apenas tengo uno o dos clientes y no gano ni para cuidar de mi niña», explica en el pequeño cuarto que alquila por casi tres euros al día.
Riya cuenta una historia muy diferente. Ella también estuvo a las órdenes de Aleya, y en esa circunstancia nos vimos por primera vez en 2016. Entonces no desveló el sufrimiento por el que estaba pasando, pero ahora se siente libre porque se ha marchado a Dauladia, el mayor burdel del país, para establecerse por su cuenta.
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Riya
Según su relato, Aleya la forzó a mantener relaciones sexuales con los clientes: «Me decía que tenía que estar contenta con ellos. Que sonriese si querían follarme de diferentes formas o chuparme las tetas». Si no lo hacía, recibía una paliza. «También nos daba drogas para deshinibirnos», añade.
Aunque ya ha desaparecido el Oradexon, un medicamento antiinflamatorio que en 2011 se utilizaba para engordar a las mujeres, tanto el alcohol -restringido en Bangladés- como otros estupefacientes continúan corriendo por el burdel con tanta agilidad como las cabras que rumian la basura de las esquinas. «Sirven para que las chicas sean sumisas y dependan de la madame», sentencia Riya, que escapó de Aleya gracias a la complicidad de un cliente.
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Brishti sabe bien cuál es el impacto de las drogas entre las trabajadoras del sexo. Porque esta joven de 23 años, que hace doce afirmaba tener 16 «para no crear problemas», ha superado una grave adicción al yaba -metanfetamina mezclada con cafeína- que por poco acaba con su vida. Y las cicatrices en los antebrazos reflejan también sus intentos para ponerle fin por una vía más rápida. Afortunadamente, ya no es la figura decrépita de 2016 y ha recuperado la sonrisa de niña de 2011. «Tuve malas compañías, pero conseguí rehabilitarme y salir del burdel para poner un puesto de lotería», recuerda.
No funcionó, perdió 300.000 takas (unos 3.000 euros) y tuvo que regresar al negocio del sexo. Pero no al del burdel del centro de Faridpur sino al del C&B Ghat, en las afueras de la localidad, junto al río. Allí fue donde empezó todo.
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Brishti
Ahora trabaja por su cuenta y está satisfecha. Gana unos 2.000 takas (20 euros) al día y paga unos 8.000 (80 euros) al mes por la escueta habitación en el complejo de chabolas metálicas del burdel. Así ha logrado saldar sus deudas y volver a ahorrar. Pero todavía no lo suficiente para cumplir su sueño: Brishti quiere ir a Arabia Saudí a trabajar.
«Allí podría librarme del pasado y ser una persona nueva. Además, trabajando en el servicio doméstico podría ahorrar lo suficiente para comprar tierra o poner un negocio en Bangladés», avanza, señalando que media docena de compañeras han hecho el viaje con éxito. Desconoce, no obstante, los peligros a los que se enfrenta, porque multitud de mujeres del subcontinente indio son víctima de abusos sexuales y laborales en Oriente Medio. «Aquí tengo que enfrentarme a clientes como el que me lleva acosando desde hace tiempo. Ayer vino y rompió la puerta», relata, señalando la cerradura reventada. «Lo que quiero es dejar esto. Si no puedo ir al extranjero, intentaré casarme y formar una familia», concluye.
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Ese es el objetivo de la mayoría de las trabajadoras del sexo en Faridpur. Pero muy pocas lo consiguen. «El estigma asociado a la prostitución es un lastre demasiado pesado, sobre todo en una sociedad tan conservadora como la de Bangladés», explica Chanchala Mondal, directora de la ONG local Shapla Mohila Sangstha (SMS). La organización ofrece servicios de todo tipo a las prostitutas de Faridpur, desde información sobre enfermedades de transmisión sexual hasta centros de día para sus hijos, pero su gran fortaleza reside en haber movilizado a las mujeres para lograr derechos que sorprende que no disfrutasen. Por ejemplo, han conseguido que se permita el entierro de sus cuerpos -antes eran lanzados al río-, que puedan salir del burdel con zapatos -se reconocía su profesión porque iban descalzas, como advertencia del peligro que suponen- o que no se estipule 'burdel' como domicilio en su carné de identidad.
Son trabas que reflejan bien los enormes obstáculos que impiden a las prostitutas bangladesíes rehacer sus vidas. Shikha, de 20 años, es una de las pocas que lo han logrado. Cuando nos vimos por primera vez, en 2016, ya había dado a luz a su primera hija y convivía con su madre en la habitación en la que se turnaban para recibir clientes. En un etéreo vestido blanco, Shika destacaba y podía exigir una tarifa más elevada. «Uno de los clientes habituales se enamoró de mí y prometió sacarme del burdel», rememora la joven.
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Shikha pensó que le había llegado el momento 'Pretty Woman' y se casó con el hombre. Al año siguiente nació Lamia y comenzaron los problemas. «Mis suegros no conocían mi pasado, pero él comenzó a tratarme mal y a insultarme. Me llamaba tantas veces puta que al final se enteraron de a qué me había dedicado, y entonces comenzaron a maltratarme también», cuenta en una de las aulas de SMS. «Me rebelo y les digo que su hijo era un putero, y que sabía perfectamente con quién se estaba casando. He sido leal desde ese momento», subraya dolida.
Para reunirse con nosotros ha tenido que decir que va a visitar a un tío suyo, porque es prácticamente una prisionera. «No puedo decir que mi vida haya mejorado con el matrimonio. Pero, por lo menos, creo que iré al cielo porque no vivo en pecado. Y lo único por lo que sigo viviendo es mi hija, a la que espero poder darle un futuro mejor», añade. Como casi todas las mujeres entrevistadas para este reportaje, Shikha es analfabeta y, como muchas otras, se siente prisionera de su ignorancia.
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Prisionera en el sentido literal de la palabra ha sido Mamataz. Durante nuestro primer encuentro, en 2011, se prostituía en el burdel central y también tenía alguna chica a su cargo. Un año después, su vida dio un vuelco: se convirtió en la primera mujer condenada por tráfico de personas en Bangladés cuando una joven la acusó de haberla forzado a prostituirse. 32 años de cárcel le cayeron. Durante la segunda entrevista, celebrada en la prisión de Faridpur, mantuvo su inocencia y pidió ayuda para defenderse apropiadamente. Aseguró que lo único que necesitaba eran unos 3.000 euros para pagar un abogado.
Aparentemente, tenía razón. Porque desde diciembre del año pasado vuelve a estar libre. Le ha costado 3.500 euros y no deja claro si los ha destinado a un procedimiento legal o si se han convertido en sobres que han corrido bajo la mesa. Lo que sí está claro es que no tiene intención de volver a la prostitución. «Además, ahora el negocio está de capa caída. Los confinamientos del covid tuvieron un gran impacto y las consecuencias económicas hacen que la gente tenga menos dinero ahora. Por eso pagan menos y hay menos chicas», explica.
Lo corrobora Koli, otra de las mujeres que sufrió abusos a manos de su proxeneta y logró salir del burdel con la ayuda de la Policía. «Me obligaban incluso a hacer mis necesidades en la habitación para evitar que escapase», recuerda. Pero acabó en otro, en el de Dauladia. Su meta ahora es satisfacer la deuda de medio millón de takas (5.000 euros) que ha ido contrayendo para pagar el tratamiento de su hermano parapléjico y abonar el alquiler durante la pandemia. Así será libre para marcharse con su pareja, Sohel, un cliente con el que se casó hace un año y que ahora vive con ella. Y de ella.
Según los cálculos de Koli, y si la situación económica no se deteriora aún más, ese objetivo lo alcanzarán en verano de 2024. Desafortunadamente, la fecha se va retrasando progresivamente. «El covid ha tenido un impacto muy grande. Primero, por los confinamientos. Porque no pudimos trabajar. Además, yo estuve enferma y Sohel perdió su trabajo en una fábrica de baldosas. Ahora los clientes tienen menos dinero y son cada vez menos, porque se ha inaugurado un nuevo puente y menos camiones usan el ferri que llega hasta aquí», explica Koli, cuyos ingresos han caído en torno a la mitad.
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Sohel la escucha reclinado en la cama, cerca de donde ella guarda dos elementos clave: condones y gel hidroalcohólico. «Vine al burdel con unos amigos para beber y tomar algo de droga, no para tener sexo. De hecho, era virgen. Pero vi a Koli, me enamoré y decidí sacarla de aquí, aunque eso me ha costado la relación con mi familia», cuenta. Reconoce que siente celos cuando ella está con un cliente, pero, a diferencia de lo que sucede con el marido de Shikha, Sohel sabe que no puede recriminarle nada. «Ya sabía a qué se dedicaba y no puedo ofrecerle una alternativa ahora. Así que solo puedo salir de la habitación y esperar a que terminen de follar», se lamenta.
Ella afirma que la relación sentimental la ha cambiado por completo. «Antes representaba el estereotipo de una puta. Gritaba, hablaba mal, fumaba, bebía y tomaba drogas», recuerda. No miente. Así era la primera vez que coincidimos, en 2016, cuando protagonizaba cualquier pelea que hubiese. Ahora, Koli quiere ser madre. «Pero no en el burdel», sentencia.
Nasima iba a dar a luz en el prostíbulo del centro cuando nos conocimos. Ahora, su hijo Nasim tiene ya seis años. Vive en la misma habitación en la que su madre recibe a los clientes. «Alguna compañera se queda con él cuando estoy ocupada, a cambio de 200 takas (2 euros) al día», comenta Nasima, que siente una creciente presión económica.
Nasima
Con la edad, Nasima también ha perdido capacidad para determinar qué está dispuesta a hacer. «Cuando te haces más mayor, tienes que aceptar el sexo oral, el anal, o posturas que no te gustan si quieres ganar dinero. Algunos clientes no quieren ponerse el condón y, aunque les comentamos que es peligroso, yo no puedo negarme a hacerlo a pelo porque supondría perder el servicio. Como mucho, puedo exigir un precio más alto», explica.
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Hace años, Nasima tenía un sueño: comprar un terreno y animales para tener una pequeña granja. «Me he dado cuenta de que es imposible hacerlo realidad. El sistema está diseñado para que no podamos salir de la rueda. Cuanto más envejecemos, menos ganamos; pero los precios no dejan de subir sin parar», lamenta. Por eso, su única esperanza es ahora Nasim. «Quiero que estudie, que se labre un futuro, y que me saque de aquí», concluye.
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