Creo que todos sufrimos un respingo en el sofá cada vez que aparecen las Torres Gemelas de Nueva York en una de esas películas que las plataformas digitales clasifican ya como clásicas. Y no solo porque recordamos qué hacíamos cuando los aviones fueron estrellados deliberadamente ... contra aquellos colosos, sino por la sensación compartida de que aquel día cerró una era.

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Éramos más jóvenes, desde luego. Pero un vistazo atrás deja entrever un mundo más pequeño, con más certezas, quizá más inocente, pero también más seguro y ordenado, que además creíamos poder cambiar. En ese cine o en las series de los años 90, la atmósfera relativamente optimista, cotidiana y luminosa, de terminar bien que en general transmiten, contrasta con la oscura y ambigua fantasía que muchas lucen ahora. Placidez que confirmamos con un vistazo a los periódicos -en papel- de aquel 11-S. Nacional: PP y PSOE acordaban la renovación del Consejo del Poder Judicial. La corrupción, tras los años finales de Felipe González, parece limitarse a las fechorías de Jesús Gil. Una ETA deslegitimada incluso en el País Vasco, daba sus últimos coletazos. Internacional: la percepción de Asia es fragmentaria, limitada al 'conflicto palestino-israelí', con Arafat negociando la paz con Israel y algún suelto sobre Japón. China parece no existir. Tampoco la India. En los Estados Unidos, vencedores de la Guerra Fría y de la Guerra del Golfo y líderes de un mundo unipolar, inquietaba la crisis que se dio en llamar de las 'puntocom', provocando una caída de la bolsa y una leve recesión que pronto fue superada. Unas 'puntocom' que facilitaban la sorprendente recepción de los primeros SMS y e-mails, o descubrir un internet casi en mantillas, con foros pioneros que permitían conversaciones sorprendentemente instructivas.

El 11-S supuso, visto ahora, un gozne en la historia reciente. La contemplación, hipnótica y en directo, de los ataques y, luego del derrumbe de aquellos colosos de acero, nos hizo tomar conciencia, abruptamente, de la fragilidad de nuestra civilización. Muy especialmente en los Estados Unidos, hasta entonces inexpugnables y cuyas defensas fueron burladas por un grupo de fanáticos sin demasiados recursos. Por supuesto, aquellas secuencias, como las posteriores de Bin Laden dirigiéndose al mundo, superaban cualquier fantasía cinematográfica. Nuestro hemisferio dejaba de ser seguro. Luego, se desencadenaron las malhadadas guerras de Afganistán e Irak, perdidas políticamente en su fase de ocupación. Supusieron el fin del fin de la historia, mostrando los límites de la democracia y de los EE UU. Más aún, seis años después estallaba la Gran Recesión, que reconfiguraría las finanzas mundiales, pero también, auxiliada por las redes sociales, los mapas ideológicos a escala global. Luego, llegaron las crisis migratorias. En 2020, el covid y, ahora, la denominada crisis climática, que marcará nuestra existencia con el miedo al apocalipsis climático durante las próximas décadas.

Entreverada con esta sucesión de acontecimientos, se consolidó -ya veremos si definitivamente- la globalización, beneficiando sobre todo a los países emergentes. Propiciando una mayor igualdad internacional, ha agudizado las diferencias sociales nacionales, limando las clases medias occidentales pese al abaratamiento del consumo, y cediendo a las potencias asiáticas el control sobre algunos productos, tecnologías y materias primas esenciales, sean para combatir el covid, resetear la economía mundial o, simplemente, comunicarnos. Apoyando esa globalización, la universalización de internet permite hace años conexiones mundiales instantáneas.

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La trepidante sucesión de cambios sociales, ideológicos, geopolíticos y tecnológicos durante estos 20 años, pero también la incapacidad de nuestras élites políticas, económicas y sociales para gestionarlos, ha laminado cualquier atisbo de seguridad e inocencia. Se ha roto la confianza, en todo el sistema: desde los partidos políticos a la alimentación. El mundo es más incómodo y está más controlado, casi blindado. La polarización social generada por las consecuencias políticas y militares del 11-S, las crisis económicas, el multiculturalismo, o la eclosión de las redes sociales y su esquematismo para explicar cuestiones crecientemente complejas, han convertido a las sociedades occidentales, optimistas y confiadas en 2001, en otras que en 2021 aparecen divididas, amedrentadas ante las amenazas, más adustas y crispadas. Atónitas ante un ecosistema informativo de menguante credibilidad. Internet rompe la distancia-tiempo de los vínculos sociales pero, sin herramientas críticas (ni tiempo para usarlas), también fomenta la irreflexión y facilita la creación de burbujas sociales, globales y locales, virtuales y reales, de confort ideológico, que limitan nuestras relaciones (cordiales) a quienes piensan como nosotros, animando los tribalismos ideológicos, identitarios o meramente emocionales, astillando sociedades y rompiendo los acuerdos de convivencia. Y es que, y en contra de lo que el profesor Castells pronosticaba hace un cuarto de siglo, lejos de favorecer el control popular, democrático, de la información, han servido para facilitar la transmisión de contenidos -que no necesariamente información- por parte del poder sin el filtro deontológico del periodismo tradicional. Unas redes sociales que refuerzan la polarización, devenidas en campo de batalla por contenidos con los que se trata de realimentar relatos políticos, y en las que el insulto y la deshumanización son cotidianos.

El resultado de esa suma de preocupación, desafección, tribalismo y desinformación es una sociedad donde el compromiso deja paso a la queja, la libertad a la cancelación y la democracia liberal al iliberalismo. En la que los más jóvenes, crecidos en esa atmósfera de crisis económica, pero también moral, a veces en un país que no sienten suyo, nativos digitales cuyo mundo es, en buena medida, el matrix frívolo y deshumanizado de las redes sociales, tienden, con más frecuencia de lo deseable, a confundir realidad y fantasía, afectando a sus relaciones reales y, en los casos más extremos, llegando a emplear la violencia física contra sí mismos o contra los demás en las calles, bien contra 'boomers', 'españoles', 'maricones', 'negros', 'rojos', 'fascistas' o lo que ponga por delante, como si fueran avatares discrepantes con lo que ellos piensan o, simplemente, contra quienes consideran culpables de sus problemas.

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Sin embargo, y más allá de los toscos populismos surgidos a diestra y siniestra, todo este magma no ha cristalizado en nuevas ideologías capaces de entender y transformar el mundo superando la vieja dialéctica decimonónica entre liberalismo, marxismo y socialdemocracia. Si acaso, las alternativas más exitosas, también a la democracia, son el tecnoautoritarismo chino y el panteísmo ecologista, antítesis del productivismo compartido por marxismo, liberalismo y socialdemocracia. De la síntesis de las dos últimas con el ambientalismo, surge ahora el 'Consenso verde' de las élites globales. Cuyo objetivo es transformar, no sin sobresaltos y costes sociales, nuestro estilo de vida, encareciendo la energía y generando protestas que se intentará amortiguar con ese miedo que se ha probado tan efectivo durante la pandemia.

Nada hace pensar en un hecho catártico que, a la inversa del 11-S, genere dinámicas positivas para Occidente. En el fondo, sentimos que nuestra hora ha pasado. Y que lo que nos queda por ver no va a ser mejor que lo que hemos visto. Quizá algún día, aquellas películas, ya clásicas y tal vez algo ingenuas, pero tan cotidianas y agradables, nos parecerán vestigios de un mundo que, lentamente, despareció para siempre. Y ojo, no estamos tan mal. Pero queríamos cambiar el mundo, y ha sido el mundo el que nos ha cambiado.

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