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LAURA CASTAÑÓN
Domingo, 4 de febrero 2024, 00:17
Sostiene Vicente Vázquez Canónico que el artista es un prisionero de su pensamiento. Y sabe de qué habla sin duda, porque desde muy pequeño, en la calle Santa Lucía de Gijón en la que nació en febrero de 1937, supo que había algo en él ... que le hacía diferente de los demás, incluso en su familia de ocho hermanos, de padre andaluz y madre venezolana de origen italiano, porque era él quien practicaba de forma inconsciente, una singularidad que venía determinada por un sentimiento, por una voluntad, por el arte que se había adueñado de él quién sabe en qué días de la primera infancia.
Por entonces, y con cuatro años, Vicente Vázquez Canónico dibujaba en los papeles que su padre, analista sanitario de barcos llevaba a casa después de hacer sus inspecciones, y encontraba un placer insólito en jugar con objetos, en convertir una caja de madera de fruta en cualquier otra cosa, en inventar a partir de las piezas de los juguetes otros diferentes.
Esos principios marcaron un carácter profundamente reflexivo y una personalidad en la que la mirada es la principal herramienta: solo desde esos ojos que ven no solo lo evidente, sino lo posible, las figuras que se esconden en un trozo de madera, o en una piedra, o en un metal, se puede comenzar a trabajar en el prodigio. Decía Miguel Ángel que su famoso 'David' ya estaba dentro del bloque y él se limitó a quitar lo que sobraba. Por eso la mirada. Por eso esa luz que en sus ojos es rayo que traspasa las cosas y es prólogo del milagro mineral del arte.
Vicente Vázquez Canónico conoce el secreto para viajar hacia la esencialidad desde la existencia corriente a través de la comprensión profunda de los volúmenes, los espacios, el trazo, la palabra. Escultor, pintor, orfebre, poeta, artista en definitiva, ha transitado por una biografía densa y singular, instalado siempre en la certeza de que el arte te elige, que la única forma de crear está en uno mismo, en su capacidad para sentir, para manejar los materiales, para entender. Y en el trabajo, que de ello sabe y mucho, y aún ahora, cercanos ya los ochenta y siete años puede empezar a trabajar en el taller a las seis de la mañana y descubrir que son las siete de la tarde sin que haya sido consciente de otra cosa que de lo que las manos trabajan.
En su rostro, las líneas que dan cuenta de la vida transcurrida no consiguen borrar la vitalidad, la extraordinaria lucidez, el discurso fluido y sabio. La barba blanca de filósofo clásico subraya la huella de tristezas, pérdidas y ausencias, tal vez el secreto del recogimiento, de los fragmentos de interiores que están presentes en cada una de sus obras. Las cicatrices de sus manos son testigo de las quemaduras que produjo una explosión de gas mientras trabajaba en el taller hace poco más de un año. Deportista desde siempre, ha seguido esquiando hasta hace muy pocos años y mantiene la humildad de quien cada día se enfrenta al misterio que es el arte sin más armas que su deseo, el único que merece la pena, de provocar un temblor en quien al contemplar su obra, sea capaz de emocionarse.
Entre las muchas obras que han salido de sus manos y que siente como hijos, en el jardín ondea en un océano imaginario una gigantesca escultura, el 'Homenaje al hombre de la mar', con su complicada estructura de contrapesos que con el viento se mueven con suavidad con el ritmo de un barco que navega. Ese homenaje, con vocación de una ubicación en la ciudad cerca del mar, guarda el latido de las tardes de dibujos en papeles prestados, con el lápiz italiano que, en una infancia de pizarra y pizarrín, fue su primer premio en el colegio, el que inauguró una trayectoria larga de reconocimientos y galardones, que no han conseguido cambiar aquella emoción primera, la de transformar materiales, la de dar forma al pensamiento, y elegir y ennoblecer lo cotidiano hasta convertirlo en estremecimiento, hasta conmover a quien se deja seducir por la vida hecha arte.
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