LAURA CASTAÑÓN
Domingo, 22 de octubre 2023, 00:17
Años más tarde de aquel episodio, cuando Valentín Benavente ya había dirigido sus pasos profesionales a la gaita, alguien cayó en la cuenta de una vieja fotografía que había en casa: en ella un pequeño Valentín se estiraba para aferrarse a la faja de un ... gaitero. Por entonces, estaban lejanos los días que vendrían después y que de alguna forma configuraron que aquel chiquillo terminara por convertir su vida en una melodía con el rumor del roncón.
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Valentín Benavente había nacido en Gijón en el año en que se aprobó la Constitución, en 1978, en un tiempo en que los cambios abrazaron tantos aspectos de la vida, que no fue ajena la tradición de la gaita. De la mano de los nuevos aires que transformaban y de algunos gaiteros míticos, la gaita como instrumento comenzó a tener un protagonismo que se apartaba, sin abandonar, el tradicional, el ligado a la figura del tambor, y los grupos de baile lanzando al aire un vuelo de faldas que hasta entonces estaban unificadas en hechuras y colores, y veía ensanchar sus horizontes y sus posibilidades musicales y expresivas, de forma que comenzaba un camino de perfeccionamiento tanto de mejora en la construcción del instrumento, como de formación musical de los gaiteros.
Alumno del colegio de la Inmaculada, de crío comenzó a acompañar a su padre en la pasión por la música folk y las raíces celtas que después de ser descubiertas por irlandeses, escoceses y bretones, serían los músicos asturianos quienes encontraran una identificación que hizo florecer entusiasmo tanto musical como cultural. De pueblo en pueblo, de prau en prau, de nueche celta en nueche celta con la tienda de campaña a cuestas, un jovencísimo Valentín compartió con su padre conciertos, y el interés apasionado que le suscitaban grupos como Llan de Cubel o Felpeyu... De hecho, fue de música folk, el primero de los muchos conciertos a los que asistiría después en el Jovellanos.
Valentín Benavente es una larga melena recogida en coleta, barba, cejas pobladas y un aire de druida o de algún personaje mitológico astur, porque la música se ha ido haciendo hueco en todo su ser, y cuando sonríe, con timidez, le brilla en los ojos un universo hecho de bosques y nubes, de sonidos que fluyen en el aire, pero pertenecen a la tierra. Confiesa preferir los escenarios a la calle, y para ser exactos lo que más le gusta de tocar en un concierto es haber tocado, es decir, el subidón que le produce el final de la actuación.
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Para ilustrar su teoría de que no es necesario iniciarse de pequeño en la gaita, su aprendizaje comenzó a los diecinueve años, y fue en el seno de la Banda de Gaitas Noega que ahora, casi veintiséis años después, dirige. Paralelamente, siguió con su formación como informático, y también en este caso la herencia paterna (su padre es un pionero del diseño gráfico) condujo sus pasos por el camino de la creación digital, del diseño de webs, que compagina con su trabajo como docente y como músico. Por si la gaita no era suficiente, también maneja con precisión todo lo que tiene que ver con la percusión y hasta aprendió a tocar el acordeón para moverse en el campo de la armonía que echaba de menos como posibilidad expresiva.
En sus clases coinciden personas de diferentes edades y expectativas porque no en vano la gaita es por encima de todo, un instrumento social, presente en escenarios, en calles, en bodas, en inauguraciones oficiales y en cualquier tipo de situación, algunas tan extravagantes como cuando tienen que ir tocando en equilibrio en el borde de una carroceta o un tractor en marcha en las fiestas de algunos pueblos, mientras de los dedos hábiles, de la respiración sabia, salen notas que tiñen el aire de unos sonidos que a veces arrancan la fiesta y otros estrangulan un poco el corazón con la melancolía de una tradición, de un paisaje, de un sentimiento.
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