Nadie ha sido capaz de elaborar una teoría que nos haga dudar de la importancia de las raíces, pero hay personas que nos permiten reafirmarnos en esa certeza. Soledad Lafuente es una de ellas: su vida y sus convicciones están enraizadas profundamente en el espacio en el que no solo ha vivido toda su vida: también su familia, sus padres y hasta sus abuelos proceden de ese trozo de tierra, del barrio de Les Caseríes, en Somió, y allí llegó al mundo en 1957, con una vocación, que entonces nadie pudo presagiar, de cuidar de los demás, de hacer los días un poco mejores para aquellos que a lo largo de los años la han rodeado.
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Hay algo en las facciones de Soledad Lafuente que dejan entrever la serenidad que se deriva de quien es capaz de imprimirle a los días la bendición del trabajo bien hecho. Hay también delicadeza en la mirada, o tal vez sea la ternura imprescindible para repartir las horas en el cuidado de la familia, los hijos, los nietos para quienes cocina cada día, y también los padres y los suegros a los que atendió cuando llegó el momento de transitar por el impreciso escenario de la vejez. Pero ese cuidado también se extiende al otro lado de las puertas de su casa, y entonces la entrega cariñosa que se puede leer en las líneas de su rostro, se acompaña de un rigor, tenacidad y método, que se sustancia en su tarea como presidenta ahora de la Asociación de Vecinos de Somió. No es su primera experiencia en la participación y la responsabilidad vecinal, porque anteriormente había llegado a presidir la Federación de Vecinos Les Caseríes que agrupa a las distintas parroquias de la zona rural.
Pero para llegar a ser quien es ahora, a la mujer que trabaja sin descanso no hay más que conocer un poco esa biografía de niña crecida en un ambiente rural, en un tiempo en que la colaboración en los trabajos era lo más habitual, y de lo de calcar la yerba en la tenada se hacía un juego y después de la escuela siempre había tareas que abordar. Alumna del Patronato desde los diez años (antes había acudido a la escuela de La Providencia) recuerda el tiempo en que el comedor escolar consistía en que te calentaran la fiambrerina que llevabas de casa. Y los tiempos antes de las clases de la tarde en que encontró en la pintura una ventana abierta para su creatividad, para los sueños que vivían en el fondo de sus ojos. Más tarde, cumplidos los catorce años se incorporó a trabajar en Ike, en Confecciones Gijón, feliz de tener un trabajo y de compartir tiempo con compañeras aunque los madrugones fueran de aúpa. Ahí aprendió que las cosas pocas veces son para siempre, porque con los años vendría el conflicto, los encierros, la reivindicación, las movilizaciones, y finalmente la desaparición de una empresa que tantos recuerdos le procuró. Vendría después otro trabajo en un negocio familiar, y el momento de dar un paso al frente para echar una mano a los vecinos que se vieron sorprendidos por las expropiaciones con motivo de la senda costera. De ahí, otra de las razones que ahora constituyen su vida: la solidaridad vecinal y la búsqueda de soluciones a los problemas colectivos.
A Soledad Lafuente que le concedieran hace unos años la Medalla de Plata de Gijón la sumió en una cierta confusión: es lo que pasa a quienes hacen de su trabajo y de su entrega algo tan natural, porque han vivido en ello, tal vez porque en su memoria se ha quedado para siempre aquel trayecto de mañanas heladas caminando a la escuela hacia La Providencia, cuando los niños avanzaban juntos en grupo, con los que eran un poco mayores ocupándose y cuidando de los más pequeños. Aquellos días en los que los charcos se hacían hielo y crujían bajo los pies y un carácter, una sonrisa y un enorme corazón iniciaban la trayectoria de una vida de trabajo, de generosa entrega, de inquietudes y sueños.
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