El de la 'solterona' fue un estereotipo muy frecuente en el siglo XIX.
1896. Hace 125 años.

En ruinas a los treinta años

Gaspar Julio Pérez, abogado y alcalde de La Bañeza, desarrolló en un texto la imagen clásica de la solterona finisecular

Sábado, 13 de marzo 2021, 00:40

No hubo conmiseración en el título del artículo: como iba de mujeres solteronas, se llamó 'Unas ruinas respetables'. Así iniciaba un opúsculo, publicado tal día como hoy, hace 125 años, en EL COMERCIO, el conocido Gaspar Julio Pérez, importante prohombre de La Bañeza -llegó a ... ser alcalde- que, de cuando en cuando, se dejaba caer también por estas páginas. Aquella solterona retratada por Pérez parecía una «almeja en su concha, como efigie venerable en su santuario» y tenía... treinta años. «¡Cuán bella debió ser a los quince!», afirma el escritor. «Pero la edad lo arrastra todo. Gracia, frescura, lozanía, juventud... Son humanas, y no resisten la acción del tiempo, medida de lo finito. ¡Dichosa ella que a los treinta otoños solo tiene ligeramente arrugado el cutis!».

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Pero sigue. La solterona, dice Pérez, ha rechazado el amor a lo largo de su vida, y «hoy se sacrificaría, de mentirijillas, por cualquier Romeo de circunstancias». «Ha visto cómo escapa su hermosura, cómo se hace jamona, cómo huyen uno a uno sus encantos, cómo, en fin, la fortuna le vuelve la espalda, y no se queja (...). Asegura que tiene jóvenes alma y corazón, y que puede hacer feliz a un hombre que la guste. ¿Será cierto? 'Quod natura non dat'...».

Escribe comedias

Además de todo, la solterona «se distrae escribiendo comedias». Pésimas, claro: «Su ilustración postiza le permite creer que sabe de literatura más que el padre Lista, y que sus dramas superan con mérito a las tragedias de Esquilo. ¡Dios, en su infinita misericordia, la perdone estos crímenes, a pesar de que es reincidente de notoriedad, y libre a las letras de semejantes escritoras!».

Murmuradora por vocación, aunque «sabe que es feo vicio la murmuración», no se dedica la solterona del relato de Pérez a los quehaceres domésticos. Porque «ensucian las manos, y las deforman, y les quitan suavidad», responde ella. «Son prosaicos, en una palabra. Pero están al día, a la hora, al minuto, siempre cumplidos con escrupulosa exactitud... por quien los cumple». No, desde luego, por «la Isabel de este cuento», consolada en leer «novelones» y pensando «en su ignoto don Diego». ¡Menudo siglo, el XIX!

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