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LAURA CASTAÑÓN
Domingo, 6 de marzo 2022, 16:38
En la biografía de Rocío Ríos queda constancia de que nació en León en 1969, y aunque es rigurosamente cierto, ese nacimiento viene a ser clariniano: la nacieron en la provincia vecina. Sin embargo, toda ella es Gijón, desde la primera infancia en la plaza ... Europa y aquel universo formado por los puntos cardinales del parque, de los columpios de Begoña y del colegio cuyo trayecto empezó a hacer sola desde muy pequeña, capaz de hacer recados cuando apenas levantaba un palmo del suelo. La infancia en Gijón es una abuela, las hermanas, los juegos y la risa, las clases, el balonmano, cualquier cosa a través de la cual se manifestara aquella energía, aquella vitalidad imparable, aunque aún no estuviera del todo claro en qué se iba a concretar exactamente ese aliento que ya la habitaba.
En su rostro, ahora, Rocío Ríos tiene una serenidad inesperada, como si la calma hubiera extendido un velo sobre su condición de incansable y movediza adolescente, pero no es más que un espejismo. Por debajo de esa quietud plácida del gesto, de su sencilla naturalidad de siempre, hay un torbellino, porque Rocío sigue siendo la niña que veía 'Candy, Candy' con una amiga a la que acompañó un día al entrenamiento de atletismo. La historia de cada uno se escribe con frases que se dicen sin pensar y que remueven volcanes interiores que no sabíamos que existían, y que el entrenador le dijera entonces que la había acogido en los entrenamientos por hacerle un favor a su amiga, tal vez fue la chispa adecuada que hizo salir a la corredora que vivía en el interior de Rocío con todo su carácter y el imprescindible coraje que la convirtieron en una verdadera figura del deporte y un orgullo para los asturianos aunque nunca se lo hayamos demostrado lo suficiente.
Más que los años suma la vida que hay en ellos, y a ese equipaje de experiencia se debe, seguramente, esa mirada apacible con la que Rocío Ríos se asoma al mundo, esa sonrisa que cuando empieza a formarse podría albergar un enigma giocondino, pero que estalla con la franqueza de quien no tiene aristas y ríe feliz, cómplice de un entusiasmo que no se va, por duro que haya sido el camino, porque en su memoria viven con la exactitud de quien ha sudado cada décima, de quien le ha arrancado al tiempo una milésima de las que conducen a un sueño acariciado en los entrenamientos, las cifras de los récords, las marcas, las fechas, los campeonatos, cada una de las victorias, cada uno de los podios. Cada medalla y cada emoción. Florencia, Helsinki, Budapest, Kosice. El quinto puesto en los Juegos Olímpicos de Atlanta y saber que ninguna otra española ha conseguido un diploma olímpico en maratón. Pero mezclado con todos esos momentos también está la adolescente bulliciosa, las horas en el Jardín, las amigas y las madrugadas y lo de llegar a entrenar después de haber dormido dos horas. En las líneas del rostro tranquilo de Rocío están las alegrías de haber dedicado su vida al deporte, su sorpresa cuando descubrió que en una carrera podía ganar el doble de lo que ganaba en un mes de cuidar niños o cuando el atletismo era la excusa para viajar. También está la memoria del dolor, de su primer chándal de color rosa y sus zapatillas llenas de barro, de las lágrimas, de las lesiones, de querer y no poder, la voluntad inquebrantable, la pasión.
Los ojos claros de Rocío Ríos miran con la serenidad de los días vividos con intensidad y sus recuerdos y sus éxitos se enlazan con los de su hermana Susana. Ahora, todo lo que sabe, todo lo aprendido, lo comparte con sus hijos también atletas, y con la sección de atletismo que entrena, pero durante un tiempo de lesiones y silencio, tuvo que trabajar como cartera en una subcontrata y supo lo que era pelear y salir adelante.
Ahora, esa placidez de su rostro es engañosa porque da igual el tiempo, da igual la relevancia, Rocío Ríos siempre correrá para ganar. Y al margen del puesto que ocupe en la clasificación, ella siempre vence: al cronómetro, a las dificultades, al miedo.
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