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Ajustarse a Europa laminando la industria pesada que, desde los tiempos del INI, vertebraba la economía española, especialmente en el Norte y, particular y decididamente, en Asturias. En junio de 1983, la aprobación del Decreto Ley de Reconversión e Industrialización vino a confirmar lo que los sindicatos llevaban temiendo un par de años: los sectores naval, hullero y siderúrgico, de forma escalonada pero implacable, exhalaban su último aliento. Al año siguiente, de la fusión de Marítima del Musel y del Dique Duro Felguera surgió Naval Gijón, con resultado de «un excedente bruto de 1.446 trabajadores». El eufemismo, que saltó a prensa el 9 de octubre de 1984, significaba que un millar y medio de trabajadores serían prejubilados, recolocados o se irían a la calle. Eso, solo para empezar. Ese día, 500 personas salieron a la calle a protestar. Volaron, en una y otra dirección, piedras contra pelotas de goma, y las barricadas, hechas con los coches estacionados en la zona, colmaron la plaza del Carmen.
Nacía una época. Tiempos convulsos con un arranque trágico que nadie esperaba. El 23 de octubre de 1984, en el contexto de una segunda movilización y en el entronque de las calles Manuel Llaneza y Decano Prendes Pando, un grupo de manifestantes intentó mover el Renault 18 de un vecino de la zona, que contemplaba la escena desde su casa. Según argumentaría al ser detenido, al bajar a mover el vehículo un grupo de trabajadores lo rodeó y él, armado con un revólver Smith & Wesson del 38, disparó. Tres tiros al aire, uno al pecho de Raúl Losa. 18 años, estudiante de FP en el Politécnico. Toda una vida por delante. Fue, diría Carantoña en nuestra portada del día siguiente, «una desgracia irreparable que nunca será suficientemente lamentada».
Suficientemente o no, lo lamentamos; y, en Gijón, todo se paró. La huelga general, convocadapor CC OO, la CSI, USO, SUATEA y las dos ramas de CNT, fue total al día siguiente: la secundaron más de 700.000 personas; no abrieron ni cines, ni teatros, y tampoco salieron ni los vehículos de EMTUSA, ni los de ALSA, ni los de Feve. Uno de sus trenes, el que salía hacia Laviana a primera hora, era el que pensaban coger unos tíos del fallecido. «Solicitaron del piquete», dijo EL COMERCIO del día 26, «si había inconveniente en salir en automóvil, no oponiéndose ninguna objeción y lamentando que la medida de huelga les afectase en los momentos dolorosos que estaban atravesando».
Obdulio Fernández, entonces delegado del Gobierno en Asturias, recordaría años después que, tras conocer la muerte de Losa, ordenó que las fuerzas policiales salieran de la ciudad. «Cualquier circunstancia podía encender la chispa», se temía. No ocurrió, y, para el 25, en el funeral celebrado en la iglesia de la Resurrección, con presencia de líderes políticos como José Manuel Palacio, alcalde gijonés; u Horacio Fernández Inguanzo y Nicolás Sartorius, diputado y vicesecretario general del PCE, el cura, Silverio Rodríguez, llamó a la calma.
En marzo de 1987 se dictó sentencia. El acusado de matar a Raúl Losa fue absuelto por el principio 'in dubio pro reo', al determinar el Tribunal –con el voto particular en contra de Augusto Domínguez Aguado, que pedía cuatro años de prisión, uno más que la Fiscalía, por homicidio– que no podía probarse si el último disparo, el que mató al muchacho, «fue por un forcejeo, accidentalmente o por una acción directa y criminal del procesado». Una sentencia «inaudita y peligrosa» para la abogada de la acusación, Cristina Almeida; para el sindicalista Cándido González Carnero, «un castigo a las movilizaciones del sector naval». Hubo recurso, pero no cambió nada. Gijón nunca ha dejado de recordar.
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