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En algún momento indeterminado, Ramón Fernández, Rafer, descubrió la luz. A lo mejor fue en el momento mismo de su nacimiento, aunque no tenga constancia de ello, allá por 1948. Tal vez fuera una cuestión de coordenadas geográficas: Barcia, en Valdés, con los centenares de tonos de verde, las gamas de grises de cielo y de mar, la verticalidad de los acantilados, donde vino al mundo y pasó los primeros años de su vida, descubriendo lo mucho que le hechizaban el dibujo y convertir en imágenes no solo lo que veía, sino también la traducción exacta de lo que esos paisajes bañados por esa luz le hacían sentir.
El idilio con la pintura y el dibujo no se interrumpió ni siquiera cuando a los catorce años sus padres, muy preocupados por que su hijo encontrara un oficio, una forma de ganarse la vida, lo trajeron a Gijón para que adquiriera conocimientos de tornero y se convirtió en oficial a los dieciocho años. Convivían el conocimiento y la destreza manual con la sensibilidad y el aprendizaje de las técnicas en la Agrupación Gijonesa de Bellas Artes, que fue escuela imprescindible para Rafer. De la mano de Carlos Roces, y en contacto con los pintores gijoneses que abrían caminos y consolidaban conocimientos, todo lo que bullía en su interior de aprendiz de pintor encontró la complicidad del descubrimiento ya consciente de la luz y su efecto, de las sombras y el volumen. Y llegó la fotografía como expresión, como campo de pruebas para todo lo que iba descubriendo. Sus primeros encuentros con el material y las técnicas de revelado lo acercaron a la alquimia y al deseo imparable de encontrar en ese dominio de la luz la forma de contar. Al lenguaje sin palabras, personal y compartido, de las imágenes.
Hay en la forma de mirar, de sonreír y de moverse de Rafer un pacto con una juventud que parece haberse acostumbrado a habitar en él y no lo abandona. Tal vez sea la permanente curiosidad, esa rebeldía atrincherada en su pelo, el movimiento como forma de vida y de entender el mundo. O no, a lo mejor es mucho más sencillo y se trata únicamente de algo que se parece bastante a la felicidad de estar haciendo lo que uno desea, de haber transitado el camino que lo llevó de su trabajo de tornero mecánico a abrazar la fotografía no solo como pasión, sino como medio de vida. El riesgo que eso supuso, sus primeros tiempos cuando tenía lo que él llama su 'página web' de entonces, que consistía en llevar un álbum de fotos bajo el brazo y tratar de seducir con su capacidad de arrancar los misterios de la luz, de traducir a imágenes fotográficas sus pasiones pictóricas, a quien quería hacer el reportaje de su boda. El empeño en convertir una pasión en una empresa familiar sin abandonar lo que forma parte de su ADN artístico: la ternura traducida en luz y la conciencia social, que le ha llevado a viajar, cámara en ristre, a lugares (India, Camboya, Cuba) en los que atrapar imágenes en las que la mirada se hace denuncia, y que le permitieron la inimaginable alegría de poder devolver un poco de esperanza a quienes le tocaron el corazón.
Siempre ha hecho deporte, desde los tiempos en los que el Kilometrín era cosa de un par de pioneros que corrían con playeros precarios. Nadador de aguas abiertas, centinela de las mareas desde las ventanas de su casa, mantiene un diálogo permanente con la luz que, como él mismo, nunca deja de ser esencialmente la misma en ese perpetuo movimiento, en esa incansable búsqueda de la belleza que siempre termina por conducir a la felicidad.
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