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Que Ramón Coalla pillara trabajando a su madre el día que eligió para llegar a este mundo, no tenía nada de original. Si algo había hecho Elisa Bango hasta ese momento y seguiría haciendo hasta ahora mismo, es entregarse al trabajo con una dedicación y ... una constancia absoluta. Por lo tanto, nada raro en que en un día de 1962 la sorprendiera el parto en su tienda de ultramarinos de la calle Uría de Gijón y esa premura obligara a cambiar los planes existentes, porque no había tiempo para llegar hasta el Sanatorio del Carmen, y Ramón, segundo hijo de la pareja, nació en casa, en la vivienda situada sobre la tienda.
Es difícil sustraer la biografía personal de la genealogía que nos determina y todo aquello que constituye el relato familiar. Para que Ramón Coalla sea quien es ahora, tuvo que haber una historia previa de emigración en Cuba, un aroma de coloniales y cadencias caribeñas, una revolución y sus circunstancias, un retorno y el mismo empeño de los hermanos Coalla para abrir tres tiendas a su vuelta a Gijón. En una de ellas, la de Cimadevilla, se escribió el segundo capítulo de esa historia cuando José Coalla, padre de Ramón, comenzó a trabajar y allí empezó a ponerse de manifiesto no solo su extraordinaria capacidad para aprender y trabajar: también para soñar, para crear su propio negocio y compartir ese deseo y ese esfuerzo con Elisa, que también sabía lo que era trabajar en la chocolatería familiar y que siguió con fe ciega a su marido en la aventura.
No resulta complicado adivinar en el rostro de Ramón Coalla la huella de ese empeño familiar por convertir con entusiasmo y horas interminables lo que fue un proyecto de imprecisos (y en aquel momento inimaginables) límites.
Él es en gran medida el artífice de la materialización de esa ilusión, y hay algo de silencioso orgullo en la sonrisa abierta y sin esquinas que practica con frecuencia en su conversación amable. Sin embargo, a poco que uno se fije, es más esclarecedora la lectura de su rostro cuando la sonrisa está preparada, a punto de celebrar la alegría o cuando termina su expansión: ahí reside de verdad su pensamiento, porque entonces hablan sus ojos azules y quien sepa interpretar el alfabeto de la mirada, se encuentra con los días de niño a la vuelta del cole, la merienda en la trastienda, los deberes, el mostrador, los olores, la caja registradora de manivela, las básculas, el sonido de fondo de las voces de las clientas que se convirtieron en familia, las empleadas que sabían guardar sus secretos infantiles cuando le cruzaban la calle para jugar en la Plazuela con los niños del entorno, las tardes y las alianzas, las regañinas por las notas, ese mundo que fue transformándose, como la ciudad, como el negocio.
Porque pasaban los años y el trabajo se multiplicaba y los anhelos se redimensionaban, y como un árbol a la pequeña tienda de Uría le crecieron las ramas, y si había sido la primera de Asturias en convertirse en autoservicio con la novedad que implicaba, también conoció la diversificación, y la palabra gourmet se hizo cotidiana y los vinos, el misterio de variedades, aromas, taninos, cuerpos, cosechas, se convirtieron en lenguaje común, sin imaginar que abrirían una tienda en Madrid, y que el número de trabajadores superaría el centenar, y aunque Elisa ha sentido siempre la necesidad de advertir de los posibles riesgos, de manifestar sus reticencias, sabe, en el fondo, que el sueño que ya se acerca a los setenta años sigue tan vivo como entonces, y las manos que lo cuidan, con mimo y dedicación seguirán manteniendo el espíritu de proximidad, cercanía, confianza y cordialidad que siempre fue seña de identidad de la casa.
El mismo sueño que la mantiene a ella al pie del cañón sin querer saber nada de jubilaciones, mientras comparte tiempo, conversación y vida con esa familia que sigue acudiendo a su tienda de siempre. El mismo sueño que el rostro afable de Ramón Coalla protege con esmero, convencido de que, desde algún sitio, al otro lado, el padre sonríe satisfecho.
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