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LAURA CASTAÑÓN
Domingo, 18 de julio 2021, 00:44
Aunque nadie supiera ver en aquella circunstancia un augurio de lo que durante toda su vida iba a ser la ocupación de aquel niño, lo cierto es que Rafael Quirós llegó al mundo en mitad de uno de esos acontecimientos que marcan la vida de ... una ciudad. No hay constancia que lo hiciera acompañado de algún tipo de grabadora o al menos de un boli y un cuaderno, pero se apresuró a nacer justo cuando la cabalgata de Reyes de 1958 pasaba por delante de su casa en Ceares, frente al Patronato. Como si tuviera la urgencia de hacer la oportuna crónica ante un micrófono.
En algún momento, las circunstancias obligaron a aquel niño pecoso a llevar gafas: seguramente el diagnóstico para ello fue puramente médico, pero ni el oftalmólogo más avispado habría sido capaz de ver que más allá de la tendencia a un estrabismo militante y lúcido que ha dotado de personalidad su rostro, había tal necesidad de ver y entender el mundo que se hacía imprescindible colocar un cristal desde el que mirar la realidad para poder entrar en el fondo de las cosas: en ese núcleo secreto de lo que ocurre donde habitan las intenciones.
Confiesa tener una buena relación con los golpes de suerte, con la casualidad como aliada en la vida, como si hubiera un pacto secreto entre la realidad y su propia biografía que hiciera a la una partícipe de la otra, lo pusiera en el sitio adecuado para entender primero y contar después. Y a ello no es ajena la decisión de empezar su primer curso de Periodismo en Madrid justo un mes antes de la muerte de Franco y haber vivido en el centro mismo de la Transición los cinco años de su carrera universitaria, participando del latido, de los miedos aún presentes, del movimiento de las calles, del runrún de los rumores, de la confirmación de las noticias. Como si la Facultad se desdoblase y al contenido teórico de las aulas se sumara la práctica de vivir de cerca un momento histórico decisivo, la aparición de emblemáticos medios de comunicación, la transformación de una sociedad, las renuncias, los acuerdos, las disensiones. Todo eso parece haber quedado archivado en su frente que protege el tesoro de la memoria, las imágenes que como una colección de cromos se organizan en el álbum sentimental de una vida, las páginas de los afectos, la bendición de la amistad, los paisajes que se quedan para siempre en el corazón, los momentos imborrables. Los periódicos, la radio, información local, crónicas deportivas, el latido de la realidad incrustado en los dedos sobre un teclado, la emoción pintando la voz con los colores de tragedias que hubo que contar, indignaciones que hubo que modular, incredulidades que hubo que transmitir, victorias y derrotas, miserias y grandezas. Rafael Quirós es el rigor. También la ironía, que vive en esa sonrisa que siempre parece guardar un as en la manga, a lo mejor porque sabe (y hay testigos) que una vez Maribel Verdú se sentó en sus rodillas en la terraza del Bariloche. Ese empeño por contar lo que sucede sin ceder a la tentación de complacer o de atacar, sin quedarse en la primera impresión, le ha dejado líneas en el rostro donde puede leerse la responsabilidad profesional y la exigencia ética del oficio de informar. También hay algo de desaliento tejido con los años: el imparable avance de la sociedad hacia inimaginables cotas de ignorancia, la impotencia ante el deterioro de los medios, el abandono del rigor informativo en favor del espectáculo mediático. Malos tiempos en definitiva para la objetividad y el acierto. Buenos, sin embargo para situarse en los márgenes: para disfrutar de una reciente jubilación en la que se dan cita la música y la pintura, los viajes, y los placeres tan sencillos como sentarse delante de un café y leer sin prisa tres periódicos.
Puede que en esta imagen falten sus inconfundibles gafas. Pero una vida dedicada a mirar con inteligencia y voluntad concede el privilegio de ver el fondo de las cosas incluso sin ellas.
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