LAURA CASTAÑÓN
Domingo, 3 de abril 2022, 18:34
Es posible que la solución a uno de los misterios que rodean a Pilar Sánchez Vicente, a saber, ese despliegue de energía y entusiasmo que superan los de cualquiera, pudiera encontrarse en las circunstancias de su nacimiento en Gijón a finales de 1961: venir al ... mundo alrededor de las cinco de la madrugada ya da alguna pista. Y a esa circunstancia hay que sumar que lo hizo sin más iluminación que velas de aceite, porque un fallo eléctrico la hizo amanecer a un mundo con los contornos difuminados, una realidad envuelta en el alfabeto de la luz y las sombras.
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Esa mirada radiante con que Pilar regala vida a quien se cruza con ella no puede tener otro origen que una infancia feliz, un mundo creado a la medida en el largo pasillo de casa en el que habitaban los personajes de Enid Blyton y Guillermo Brown. Ese deseo de conocer todo y entender todo tal vez provenga de la fascinación por los libros de la biblioteca familiar. Esa capacidad para inmiscuirse en el alma y en la emoción de las personas, seguramente tiene su raíz en las voces de Cimavilla de la mano de su abuela y su tía abuela, los mandiles de plástico de rayas verdes y negras de la plaza del pescado, el mostrador de mármol, el olor a saín, el arte y el poderío de las pescaderas, el remango, y el alboroto. El Gijón más playu, el de la rula y el estruendo de la tolva por donde caía el hielo a las cajas de pescado, todas esas imágenes instalándose en su mirada, en sus oídos y en su corazón, generando, aunque aún no fuera consciente, las novelas que ya la habitaban y que estaban por venir. El territorio de la infancia, en definitiva, pervive en el fondo de la mirada de Pilar Sánchez Vicente, y su poder se extiende a todo lo que mira, a todo lo que toca, y así se convierte, por una alquimia inexplicable, en palabras, imágenes potentes, escritura vigorosa.
Sigue habiendo algo de aquella niña que se inventaba clubes, el de La Rosa Malva, en los que ella asumía todos los cargos y a su hermana menor le dejaba únicamente el papel de socia, porque ya lo decía su madre, los dos roxos de la familia (ella y su hermano Xuan Xosé) eran de mucho mandar... Tanto, que en su primer relato, con doce años, imaginaba un año 2000 con ingreso mínimo vital y con un vertedero de maridos usados donde irían a parar aquellos que no respondieran a las expectativas de sus mujeres.
Pilar Sánchez Vicente es la sonrisa permanente, ancha, sin rodeos ni pretextos, que como una marea inunda todo aquello que toca, de forma que el contagio de ese ímpetu tan tenaz como sin impostación, acaba arrastrando a cuantos asisten a cualquiera de sus manifestaciones públicas. Poca gente con esa capacidad para seducir con la promesa de una lectura fascinante, con el incendio permanente donde arde vida, historia y literatura.
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El tiempo es elástico en sus manos: para poder trabajar, para estar en todas partes, para apoyar todas las iniciativas, para prestar pasión y presencia, y además escribir, y ya son doce novelas, algunas de las cuales de éxito fulgurante y devoción incondicional de lectores. Pilar Sánchez Vicente tiene esa clave: lo proclama el fulgor permanente de los ojos, los rizos roxos, la vehemencia y el arrebato. Lo proclaman cada uno de sus actos, esa manera de estar en el mundo, el orgullo por su familia, la felicidad de ver a su hijo, matemático brillante y con tanta hambre de mundo como raíces.
Asomada a los días que vendrán, tan distintos o tal vez no, de los imaginados en aquel cuento futurista, Pilar Sánchez Vicente atesora en sus dedos, cómplices del teclado, la memoria de un Gijón en equilibrio entre su propia historia y su futuro, y conserva el brillo y la emoción de la niña que madrugó entre sombras para llegar al mundo y hacerlo suyo.
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