Hay personas cuya biografía es un no parar de idas y venidas, estancias en ciudades distintas, en países diferentes, experiencias profesionales en los más variados campos. Y luego están aquellos cuya vida transcurre de la forma más lineal, de forma que un acontecimiento va dando paso a otro, y cada uno es consecuencia del anterior. Juan Carlos Campo forma parte de este segundo grupo, de forma que en todos los aspectos de su vida parece que ha sido la propia existencia quien ha ido colocando frente a él cada una de las situaciones, y él solo ha puesto de su parte superar con éxito los obstáculos que iban surgiendo. La infancia en El Llano, los días en La Escuelona, la adolescencia en el instituto Jovellanos, su condición de muy buen estudiante, sin una vocación especial por la ingeniería pero convencido siempre de que su futuro estaría entroncado con la ciencia y los números. Cuando trata de bucear en lo más remoto que pudiera haber condicionado su vocación, tal vez la memoria de la Térmica de Aboño, donde su padre trabajaba como soldador, y que para el niño de ojos grandes de entonces aquellas instalaciones se parecían a la NASA, pudo haber tenido algo que ver en su decisión, pero incluso aunque no haya habido una vocación indubitable, se siente muy orgulloso de estar donde está haciendo lo que hace. Y le gusta pensar que su vida, a pesar de que cuando era estudiante se veía trabajando en proyectos de la empresa privada, ha transcurrido, desde que se convirtió en universitario, en el mismo espacio, un escenario que es como su casa, primero como alumno, después como becario, finalmente como director de esa Escuela Politécnica de Ingeniería en la que tanto la investigación, como la docencia, como la gestión en estos últimos años, le han permitido eso tan difícil de ser feliz, de estar rodeado de gente con la que le gusta trabajar, de retos que ha tenido que enfrentar con la serenidad que transmite su mirada, y con la decisión que se acumula en el gesto, en la breve línea vertical del ceño, en la seriedad que no lo es, porque la sonrisa brota sin esfuerzo y de manera inesperada en la conversación. Y en un universo como el suyo en el que se mezclan conceptos y estudios como la medición de sustancias mediante técnicas ópticas y la mejora de la calidad en la red eléctrica, en el que ha tenido que lidiar con las dificultades que supone dirigir un centro tan especial como la EPI, resulta especialmente llamativo comprobar la sencillez con la que vive su existencia.
Y si piensa en la felicidad, la imagen es la de la familia, Cristina, sus dos hijas adolescentes, Sofía y María, que han conseguido que a alguien que no le gusta el fútbol termine siendo socio, abonado a todos los canales de la tele y hasta participando del entusiasmo de ellas. Eso, y las travesías de paddle surf, el entorno de la Campa de Torres desde el mar, la visión de la ciudad que es suya, la ciudad que vive y le vive a él, ese encuentro de perfección que proviene de la identificación absoluta con un espacio, con una profesión, con una dedicación que acaba de finalizar uno de sus capítulos como director de la Escuela Politécnica de Ingeniería, pero continúa con sosegado entusiasmo avanzando por ese trayecto que a falta de múltiples escenarios y múltiples andanzas profesionales, ha ido creciendo hacia adentro, creando raíces firmes, profundizando en esa aventura de vivir en consonancia con uno mismo.
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