Pepe Abad

Algunas biografías se escriben sin que las coordenadas de la experiencia vital se modifiquen demasiado. Gijonés nacido en El Bibio en 1966, Pepe Abad vio transcurrir toda su infancia y su adolescencia transitando por domicilios que apenas variaban el escenario: La Merced, Anselmo Cifuentes, Capua, Santa Lucía... De modo que se crio en las calles del centro y frecuentó distintos colegios, porque eso de estudiar (excluyendo el inglés, las matemáticas y el dibujo) se le daba regular. Y en cuanto tuvo ocasión, empezó a trabajar.

Para entonces, lo de la hostelería era juego y era trabajo, porque desde muy pequeño lavaba vasos en el Bariloche, que en aquel momento era de quien hizo crecer en él la querencia por la barra, los cafés y el trato con los clientes, de forma que ir incorporándose a las distintas tareas, a las rutinas que constituyen la profesión, se convirtieron en el abecedario que uno interioriza hasta hacer propio.

Hay en el rostro de Pepe Abad una huella indeleble del que tuvo que haber sido un niño rubio de piel clara y ojos en los que los azules terminan por imponerse y a pesar de los años dejan un rastro de infancia tierna. La sonrisa siempre dispuesta de quien sabe que es en la afabilidad en donde habita la sintonía con un público cuyo estado de ánimo es capaz de averiguar con una sola mirada. La misma mirada que le sirve para determinar de antemano qué va a tomar, cómo de necesario es el respiro que puede ofrecerle desde el otro lado de la barra a cada cliente, y hasta si alguno llega ya (y estos son anécdota) con intención de marcharse sin pagar. Observador atento y psicólogo de la experiencia, es consciente de que los tiempos han acentuado malestares y hasta algún conato de agresividad, pero no dejan de ser islas diminutas en un océano de buenas vibraciones, de momentos cálidos y conversación grata que desde hace tantos años hace del Bariloche un refugio para varias generaciones.

Pepe Abad ha hecho de su vida un monumento a la comunicación y al buen trato. Desde la barra, con el aroma de los cafés el mundo tiene otra perspectiva. Y en su local de tantos años, posiblemente el que lleva más tiempo abierto de forma permanente y con la misma familia, la vida son esos momentos de calma, de conversación a veces apresurada, de oasis en mitad de la jornada laboral, de encuentro, de amores de estreno o veteranos, de amigos bulliciosos o lectura pausada.

Apasionado de los coches y de conducir (a esa pasión dedicó un breve paréntesis de su vida que no ocupó la hostelería), Pepe Abad aprovecha el breve espacio que le dejan sus horarios el fin de semana para hacer escapadas tanto a Francia como a Portugal, en unos viajes relámpago en los que comparte con su mujer el placer de conducir. Después la semana llega con su equipaje de rutinas y exigencias horarias. Y aunque bromea con lo de la media jornada, aclara que es justo la mitad del día: doce horas que concluyen a las cuatro de la tarde (y no siempre) y que empezaron ya a las cuatro de la mañana cuando ya está en el café dedicado a preparar los pinchos, a organizar el día, a dejarlo todo listo para cuando llegan los primeros clientes a eso de las siete, generalmente dispuestos a empezar su jornada.

Para ello ya se habrá levantado una hora antes en su casa de Quintes y habrá llegado a Gijón cuando las luces del amanecer aún son promesa. En esa situación, durante mucho tiempo estuvo colgando en sus redes una foto de ese momento en la bahía de Gijón, indicando la temperatura, el estado del tiempo, y en definitiva dando los buenos días a un público que agradecía ese primer encuentro con la vida, con la misma sensación de plenitud con que se saborea el primer café, ese que Pepe Abad prepara con el peso de la tradición, el entusiasmo de quien hace de cada día la ocasión de hacer un poco felices a quienes cruzan el umbral del Bariloche.