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Da igual que en los papeles oficiales aparezca como Óscar González: a todos los efectos, siempre ha sido Oscarín, y el diminutivo permanece, aunque las fechas lo acerquen a la edad de la jubilación. Y es que, a pesar de su aspecto de eterno muchacho, ... resulta que nació en 1960 y, aunque podría ser gijonés de toda la vida, su llegada al mundo tuvo lugar en un pueblo de montaña del que apenas queda el nombre y la memoria, próximo a Tozo, en Campo de Caso. De aquellos primeros años le queda un recuerdo vago de paraíso perdido, de ir con su padre montado en un caballo cuando había que ir hasta la capital del concejo para hacer cualquier gestión. También la fractura emocional, frecuente en la década de los sesenta que supuso la emigración a la que no fue ajena la familia de Oscarín y que se tradujo en que con siete años se vio interno en un colegio en Infiesto, porque sus padres y su hermano mayor se marchaban a Alemania a buscar mejores condiciones de vida, y su hermana pequeña se quedaba con sus tíos.
Incluso en la mirada de ahora mismo que encuentra a veces parapeto en los cristales de las gafas, pervive la ceniza de aquel tiempo entre las paredes del internado, la puerta cerrándose tras de sí el primer día, la melancolía de los domingos por la tarde, esa nostalgia de paisajes cercanos y de miradas cómplices y familiares que las circunstancias le arrebataron. No aguantó mucho tiempo y el itinerario de su infancia merece una novela de páginas que aún están por escribir, que hablan de tristezas y superación, de aprendizaje y de ir entendiendo la vida como un trayecto. Poco amigo de las aulas, a los catorce años, instalado ya en Gijón, se vio buscando trabajo y como tampoco resultaba fácil encontrarlo, terminó por matricularse durante un tiempo, más bien breve, para hacer Formación Profesional.
También en la mirada de ahora hay una luz que tiene que ver con esa alianza secreta que ha establecido consigo mismo, con su capacidad para superar, para inventarse y reinventarse una y otra vez, y ahí habita todavía el adolescente de los setenta que se inició en el mundo de la hostelería, apasionado del rock, capaz de mezclar la estética más rural de los chigres con la música heavy, de fletar autobuses para asistir a conciertos por todo el territorio nacional, y organizarlos él mismo, de vivir la Semana Negra y dar de beber a los sedientos músicos tras sus actuaciones nocturnas. Su historia corre en paralelo con los nombres de locales míticos en la memoria gijonesa: el Pub Pino, El Busgosu, Gigia, y ahora La Mar de Vinos, al que nadie apenas conoce por su nombre, porque es para todos Casa Oscarín, y sus tortillas, sus tostas, les fabes, que confiesa que son su especialidad, sus patatas tres salsas, son señas de identidad del 'cimavillismo' más auténtico, y Oscarín el sacerdote que oficia la religión playa, con una sensibilidad y una nobleza que eclipsan cualquier atisbo de ese fuerte carácter que asegura tener y que queda diluida en la sonrisa que conjura tempestades y fragua afectos indestructibles
Mientras que hay quien recorre los caminos, Oscarín se los inventa: ha dibujado sus propios trayectos, anudando certezas, aprendiendo de cada revés, descubriendo el incalculable valor de la amistad, y tirando siempre de la ilusión para afrontar cualquier proyecto. Enamorado de Gijón, teme, como tantos, que los excesos del turismo terminen por lesionar el atractivo de esta ciudad que le abrió los brazos y lo convirtió ya para siempre en el más reconocido playu, convencido de que en cualquier circunstancia hay una canción y una cerveza, una barra para conversar y un sueño por cumplir. Y de esas verdades no piensa jubilarse nunca.
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