YAGO GONZÁLEZ
Lunes, 2 de noviembre 2020, 00:13
Al tradicional recogimiento del Día de Todos los Santos, celebrado ayer, este año se ha sumado algo más de silencio, algo más de soledad, algo más de introspección. Los principales cementerios de Gijón, Ceares y Deva, tuvieron escasa afluencia por las restricciones impuestas ... por la covid. No obstante, algunos se acercaron a visitar a sus seres queridos para, pese a toda la distancia social exigida, estar más cerca que nunca de los que ya se marcharon.
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José Ramón Sánchez recuerda jugar con su única hermana «como mi juguete, como si fuera una muñeca». Él ya era casi un adolescente cuando ella nació. A los pocos años, Silvia enfermó de una afección extraña. «Era una especie de anemia, no nos lo llegaron a explicar muy bien», dice este vecino de Gijón. En 1985, cuando tenía tres añitos, Silvia murió. Ahora está en el nicho familiar de Ceares junto a su padre, fallecido el día de Reyes de 2008, también de una enfermedad sanguínea. José Ramón vive junto al cementerio y sus hijos juegan en el campo de fútbol de Los Pericones, justo al lado. Él mismo, de chaval, se colaba alguna vez con sus amigos en el camposanto «para grabar psicofonías y cosas de esas, pero nunca se oía nada, con esos radiocasetes tan malos», dice entre risas.
El nicho de Dionisio Deán, en Ceares, está cubierto de ramos de flores y cintas. Excepto las semanas en que el cementerio estuvo cerrado, su viuda, María Valdés, no ha dejado de ir ni un solo día en los últimos ocho años («a veces hasta dos veces al día») desde que él falleciera. Uno de sus cinco hijos, también llamado Dioni, la acompaña siempre. «Yo vengo todos los días del año, no soy de los que vienen aquí para que los vean», dice. Ayer también estaban sus dos hijos y otro hermano suyo, Miguel, que lanza una queja: «Tenéis que poner en el periódico que a los ladrones que roban las flores tendrían que cortarles las manos, las roban todas las semanas». María, matriarca de esta familia, enseña orgullosa la medalla dorada con el rostro del «papa». «Yo venía aquí muy tranquila con mis flores, y hasta tenía una silla, pero desde que murió Arturo Fernández viene más gente», cuenta. Justo enfrente, a escasos cinco metros, está desde julio de 2019 el mítico actor con su saludo a los «chatines».
Pese a haber pasado por episodios «muy complicados», Antonio del Blanco muestra un ánimo envidiable. Con su navaja corta el tallo de una paniculata con la que decora la lápida de su sobrino y ahijado, David Fernández del Blanco. «A pesar de lo que entonces dijeron muchos, él nació bien», afirma. El problema vino después, a los tres meses: David sufrió una bronquiolitis que le bloqueó la respiración, causándole dos paros cardiacos que le dejaron con una parálisis cerebral del 91% de por vida. Una vida que duró doce años, «prácticamente en brazos de su madre», la hermana de Antonio. Hasta que, el 29 de agosto de 2001, el niño murió. «Estamos en 2020 y sus padres aún lo sufren», dice. Al día siguiente del deceso, un hijo de Antonio, Fernando, fue atropellado por un autobús. «Estuve el día entero entre el hospital de Cabueñes y el tanatorio», recuerda. Como efecto de todo aquel estrés, a los pocos meses Antonio sufrió un derrame cerebral, del que afortunadamente se recuperó. Y eso no es todo: Antonio tiene un hijo enterrado en Ceares. Se llamaba Javier y está en la zona de los niños: fue víctima de un aborto natural, el cordón umbilical le asfixió en el parto. Era 1991. «Ya sé que suena muy duro y parece que estoy loco, pero echo más de menos a mi sobrino que a mi hijo, porque a David lo tuve doce años en brazos», confiesa. Pero la vida siguió: tuvo a Fernando, que a pesar de las secuelas del accidente le ha dado dos nietos, y una hija, Raquel.
«Vengo cuando puedo, cuando el trabajo me deja», dice Isabel Menéndez, que acudió a Deva este domingo de Todos los Santos acompañada de su marido, Luis García, a reponer las flores de las tumbas de tres familiares: su abuela paterna, María, su tía (hija de ésta) y su abuelo materno. Isabel y Luis tienen un hijo, pero a él no le gusta mucho andar entre difuntos. «No es que no quiera venir, es que no lo pasa bien, se pone algo triste», dice su padre.
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Yolanda Gutiérrez besa la lápida de su padre, José Manuel Gutiérrez, fallecido en 2002, a los 67 años, de una neumonía. «Siempre que tenía un catarro, nunca protestaba, nunca quería ayuda, decía que no pasaba nada. Decía 'deja, deja'... Así que lo dejé, lo dejé, y...», relata su viuda, María Jesús Benito. Acuden poco a Deva, dice Yolanda, porque «se tarda mucho en autobús desde el centro: una hora para venir, otra para estar aquí esperando a que venga y otra para volver».
La voz de Isabel Vior tiembla al recordar a su padre: «Era lo mejor del mundo, era lo más. Tengo 59 años y no tengo ni un solo recuerdo malo suyo, ni una riña ni nada. Era una persona de lo más jovial». A raíz de una complicación tras una operación de columna, Luis, soldador de Ensidesa, estuvo catorce años enfermo. «Quedó como un bebé, casi no se tenía en pie», recuerda su hija. No obstante, seguía siendo la misma persona «vitalista» hasta que una mañana, tras tomar el café del desayuno, dio media vuelta en la cama y ya no se despertó. «Tuvo una muerte muy feliz», dice Isabel, que también estrenó viudedad muy pronto, a los 33 años: su marido murió a los 36 de cáncer, tras cuatro años de lucha. También está enterrado en Ceares. Pero Isabel mira hacia adelante: tiene dos hijos y un nieto. «Es el amor de mi vida», dice con una enorme sonrisa.
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