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LAURA CASTAÑÓN
Domingo, 1 de mayo 2022, 16:03
Para haber llegado al mundo en mitad de una nevada que cubrió Gijón en marzo de 1971, Natalia Cueto desprende una luz en la que parece haberse refugiado el Mediterráneo. Tal vez se debe a aquellos meses primeros, cuando por enfermedad de su madre, su ... abuela materna se la llevó consigo a Barcelona, y allí aprendió de soles y de sonrisas que venían de serie con ese cincuenta por ciento inequívocamente catalán de su segundo apellido. O no, tal vez esa luz viene de dentro y procede de las muchas horas de lectura de niña, de su salud un poco frágil por entonces y las obligadas horas de cama, cuando la fiebre se mezclaba con las historias leídas, y crecían mundos prodigiosos alentados por la imaginación y las décimas, y entre un libro y otro era el momento de la magia de los rotuladores, de los lápices de colores Caran d'Ache, porque Natalia, que nunca jugó con muñecas, encontró en las palabras y en las imágenes suficientes argumentos para desentrañar el mundo y sus misterios y, sobre todo, para transmitir, para hacer partícipes a los otros de los universos descubiertos. Por eso la docencia, ya desde niña, con alumnos imaginarios primero, y con sus propios compañeros en el BUP, a los que preparaba para la prueba de Suficiencia en la parte de arriba del Dindurra.
En el rostro de Natalia Cueto, además de una luz indefinible y sideral hay una huella de historias vividas o soñadas, indicios de adolescencia entre novelas del XIX y películas de Tarkovski, un campo de trabajo en la RDA el último verano antes de la caída del Muro, el flequillo rebelde de la universitaria que tras terminar el primer ciclo de la carrera de Derecho impuso su decisión de estudiar Filología porque quería ser profesora de Lengua contra viento y marea, y que la llevó a estudiar aspectos de la Pragmática y la Lingüística del texto y publicar dos libros. En ese rostro hay una dulzura que se inscribe en los pómulos, la tenaz obstinación de quien cree en lo que hace y eso le otorga una fuerza sin límites. También el amor por la enseñanza, la entrega y la pasión que no sabe de desánimo, de claudicación, y ni siquiera del escepticismo que como una marea oscura a veces invade aulas y conciencias. Natalia Cueto cree en la metodología como motor, y eso la ha llevado a desarrollar proyectos que han tenido el doble premio del éxito entre los alumnos y el reconocimiento ajeno, como el Callejero Poético de Gijón que recibió una distinción nacional, o 'Gijón, patrimonio literario y cultural: bajo las bombas', llevado a cabo junto con la profesora Mar Friera, merecedor del premio María Elvira Muñiz de Fomento a la lectura. En esos proyectos didácticos emerge la niña cuya pasión por enseñar se convirtió en eje esencial, y la fascinación que es capaz de generar transforma y salva.
Natalia Cueto sabe también de geometrías exactas, de círculos que siempre encuentran la forma de cerrarse: en cada uno de los centros donde recibió formación a lo largo de su vida de estudiante, ha tenido la ocasión de devolverla como docente. También en lo personal, cuando encontramos la manera de devolver la palabra a quien nos la dio, en el momento último, con su propia música, con el ritmo exacto y el idioma preciso.
La luz mediterránea que desprende cuando mira, está pasada por el tamiz oceánico del mar que ama y al que se asoma a diario como quien repite un rito. En el amor por este Gijón que recorre en bicicleta adolescente, tal vez tuvo mucho que ver la mirada de su madre, la inolvidable Teresa Vallverdú que llegó a esta ciudad por amor y a la ciudad extendió su amor y su trabajo incansable desde el movimiento vecinal.
Esa línea genealógica, que se completa con la abuela y el modo en que le transmitió la delicadeza, el cuidado por las cosas, la elegancia y la serenidad, tiene su prolongación en sus dos hijos, en Teo y Elmo, herederos de la luz y de la sonrisa, de la pasión por las palabras, de la memoria y el futuro.
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