EUGENIA GARCÍA
GIJÓN.
Domingo, 23 de septiembre 2018, 02:43
Si no hace nada, se aburre. Y por eso no para. A sus 28 años, Mariel Díaz Castro tiene dos carreras, da clases en un máster y a pesar de que acaba de presentar una impresora 3D única en el mundo no deja de ... pensar en innovar, en expandirse ella y en expandir su empresa, Triditive. Es lo que vulgarmente se conoce como un culo inquieto y en el mundo tecnológico como 'maker', término anglosajón que hace referencia a la cultura del «hágalo usted mismo». Nada define mejor a esta mujer risueña, elegante e inteligente que lleva toda su vida haciéndose a sí misma.
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La suya es una historia de superación, perseverancia y ambición no desmedida sino bien calculada que la llevó, con apenas veinte años, a recorrer 8.000 kilómetros sola. Nació en Jagua de Ibirica, un pequeño pueblo minero de Bogotá, en el seno de una familia humilde y numerosa en la que compartió juegos y recursos con siete hermanos. Pronto se trasladó a la ciudad, en la que creció y se educó. De sus padres, ella ama de casa y él conductor, sin estudios pero con el título oficial de trabajadores infatigables, se llevó una imprescindible lección sin la cual no sería lo que es hoy: una joven independiente, proactiva y dispuesta a aprovechar cualquier oportunidad. Ellos le enseñaron, en un país en el que las cosas son muy complicadas y el acceso a la educación también, el valor del trabajo arduo y el esfuerzo constante.
Así que Mariel, que recuerda una infancia feliz entre nueve millones de habitantes, fue siempre la mejor estudiante del colegio, la representante estudiantil, la que entraba a formar parte del grupo de Física o Biología. Salía poco y hacía muchos deberes, pero obtenía resultados. Los necesitaba para obtener becas. Y fue así cómo sacó una de las mejores notas de acceso a la Universidad de su país y a los dieciséis años empezó a estudiar Ingeniería Industrial en la Universidad Distrital de Colombia. Hambrienta de experiencias, durante esos años no dejó de involucrarse en actividades extracurriculares: gracias a su participación en la organización AIESEC se vio obligada a hablar con empresas, a entablar contactos con instituciones; en definitiva, a desarrollar el espíritu de liderazgo.
En 2010, durante su penúltimo curso, le dieron una oportunidad única. Por primera vez, su universidad formaría parte de programas de intercambio con el extranjero. No dudó en solicitarlo y cuando le dijeron que era una una de los trece seleccionados para estudiar un año fuera y que iría a la Universidad de Oviedo accedió como si supiera situar Asturias en el mapa. Ella, que nunca había salido de Colombia ni había oído hablar de Gijón, se despidió de sus siete hermanos y de sus padres y cogió un avión sin tener claro si volvería.
Al aterrizar se encontró un mundo «completamente diferente» a nivel cultural, pero en el que enseguida se sintió cómoda. Venía, al fin y al cabo, de una ciudad descomunal, fría, complicada y hasta peligrosa. Y, sobre todo, una ciudad en la que el acceso a la tecnología, la gran pasión de Mariel, no era tan sencillo como en su nuevo hogar, donde encontró que los últimos avances tecnológicos estaban prácticamente al alcance de la mano. Poder ver alguna de esas novedades en las noticias y al día siguiente en la universidad fue lo que más impactó a la recién llegada. Eso, y las voces de la gente en los chigres, que al principio interpretaba como enfados pero ya casi ha adaptado como propias.
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Cuando terminó el intercambio cogió una mochila y recorrió, sola, Europa en Interrail. Entre estación y estación hizo firme una decisión: se quedaría en España. Para ello se matriculó de Ingeniería Mecánica en la Universidad Politécnica. Ya sin ninguna beca hizo malabares con hasta tres trabajos para pagar su matrícula y manutención y en el tercer año de su segunda carrera se enamoró. Fue un golpe certero, brutal. La impresora 3D que le presentó quien hoy es su socio -y marido-, José Antonio Fernández, la cautivó por completo.
Se decidió, como con el primer amor más arrebatador, a descubrir todos los secretos de aquel aparato que de la nada creaba piezas. Primero aprendió su funcionamiento y luego comenzó a hacer sus propios modelos, de forma autodidacta dado que entonces no existía la formación en fabricación aditiva que ahora ella imparte. Se hizo autónoma y comenzó a desarrollar el proyecto empresarial hasta que hace dos años constituyó Triditive, una 'start up' que no hace más que crecer. Hace una semana presentaron Amcell, una impresora única en el mundo en la que llevan trabajando cinco años, que fabrica 10.000 piezas de metal al mes y se autogestiona. Mujer, latina y en el mundo de la tecnología, se toma los prejuicios como si fueran retos, desmontándolos sin complejos a golpe de tacón. Y aun así, a veces, Mariel piensa que aún no ha hecho nada con su vida.
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