CAROLINA SANTOS

Mónica Martín

En los Juegos Olímpicos de Atlanta 1996 obtuvo diploma con la selección y puesto 17 en individual. Fue oro en los Juegos del Mediterráneo y los Iberoamericanos de 1993. Campeona de España en 1994 y 1995

LAURA CASTAÑÓN

Domingo, 30 de mayo 2021, 16:38

Cuando Mónica Martín llegó al mundo en Gijón, en junio de 1976, faltaba un mes para que la cola de caballo y el flequillo de Nadia Comaneci escribiera un capítulo inolvidable en la historia de las olimpiadas. Tener muy pocas semanas durante aquellos juegos ... de Montreal no fue óbice para que la casualidad jugara sus cartas y fuera ella, aquel bebé, quien veinte años más tarde, en Atlanta, se encontrara realizando los mismos ejercicios y participando del mismo espíritu. Entre un momento y otro hay una historia, que vista en perspectiva parece haber sido un suspiro. Desde la mirada de ahora, el tiempo adquiere una dimensión extraña: se estira y se dobla sobre sí mismo, en un equilibrio que Mónica conoce con la precisión de movimientos repetidos hasta la extenuación.

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Un alma que se cincela a golpe de disciplina y esfuerzo. Las horas de entrenamientos, los momentos entregados a la liturgia de la superación, la perfecta combinación geométrica del flexible cuerpo y la asimetría de las barras, las reconvenciones y los elogios, todo ello, convive detrás de sus ojos y le ha ido dando forma a la personalidad. Ha matizado los rasgos que seguramente traía de serie y le ha conferido una firmeza, una capacidad de entregarse a conseguir lo que se propone y un perfeccionismo que solo se explica cuando una ha pasado tantas horas de tantos días de tantos años subida a una barra en la que un milímetro, una fracción de segundo, un error imperceptible marca la diferencia entre la victoria y el fracaso.

A Mónica Martín la perpetua voluntad de superación le ha dibujado en el rostro unas facciones en consonancia: ninguno de los rasgos de su cara se aparta ni un solo instante de esa vocación de perfección, y en las cejas, en los ojos a los que los cristales de las gafas no restan ni una pizca de intensidad, en el pelo recogido con reminiscencias de entonces, cuando la vida era unas paralelas asimétricas, en la nariz perfecta, en el voluntarioso mentón, en los labios expertos en sonrisas, en cada gesto y en cada risa está presente la decisión y también el juego.

En ese universo de sueños realizados hay una primera medalla, un primer aplauso, una felicitación. Hay himnos que suenan, y podios, banderas y orgullo, hay esfuerzos y pérdidas, y desarraigos, y vivir lejos de los de casa, de los amigos y de Gijón, sustituido por otra gente, por un sacrificio traducido en diez horas diarias de entrenamiento, y una mirada puesta en el objetivo de Atlanta, vivir unas olimpiadas. En lsu historia se han escrito páginas de gloria, del indescriptible placer de alcanzar las metas, pero también tienen sitio los miedos, las renuncias, la injusta sensación de fracaso, y las alas al viento de nuevo después de cada caída.

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Mónica Martín tiene ahora la serenidad de quien conoce, porque los ha tocado con las yemas de los dedos, la textura de los sueños. Sabe cuánto ha costado conseguirlo, conoce el valor exacto de la abnegación y todo ese aprendizaje le ha regalado la felicidad de su vida de ahora, la ternura de su niño, este presente de sosiego en el que vive una segunda existencia, alejada de aquellos veinte primeros años de esfuerzos y de éxito, pero también de vivir a la sombra de la amenaza de las lesiones, de desafíos y de gloria.

Y cuando mira, con tanta biografía detrás de sus ojos, aún es posible atisbar en el fondo a la mujer en la que se fundían todas las niñas que había sido, que un día lloró en la ceremonia de inauguración de Atlanta mientras los fuegos artificiales iluminaban el cielo y ella solo podía decirse: «Es cierto, estoy aquí, es de verdad».

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