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Que quería ser pintora lo supo Alicia Varela desde siempre y se cansó de repetírselo a cualquiera que le preguntara acerca de lo que sería cuando fuera mayor. Había nacido en Gijón, en 1974, y en la memoria de sus primeros años habitan junto con ... el olor de los lápices y las ceras, las conversaciones en torno a espacios, volúmenes y proyectos que mantenían sus padres (arquitecto y diseñadora de interiores). Y la música siempre, otra de las pasiones del padre que para Alicia Varela se traducía en sonidos que alimentaban el alma y en carpetas de vinilos cuyos diseños atraían poderosamente su atención.
Lo de la pintura luego iría perfilándose, claro y el dibujo, su pasión natural la hizo acreedora de cualquier iniciativa en el colegio: desde salir a la pizarra a dibujar con precisión el sistema digestivo, hasta el diseño de decorados para las obras de teatro.
Por eso, ahora en la mirada de Alicia resulta casi imposible imaginar que la luz con la que da contorno a las cosas tuviera nunca otra vocación que la visual, la de expresar mundos interiores, la de interpretar mundos ajenos.
Y su gesto, su forma de hablar, esa serenidad que imprime en sus afirmaciones, remite inevitablemente a la sensibilidad de la niña que, cuenta su madre, lo observaba todo, desmenuzaba con la mirada todos los detalles de cada objeto, de cada planta.
La licenciatura en Bellas Artes por la Universidad de Salamanca no pilló a nadie por sorpresa. Llevaba universos enteros en los lápices y por si hubiera tenido dudas, el año de Erasmus en la vecina Francia la reafirmó en esa certeza.
Tanto, que se quedó un tiempo más en la ciudad de París, trabajando en un burguer para participar de la vida artística parisina, para acceder a todos los museos, y sumergirse en el placer de lo visual, de la expresión, de lo que es puramente creativo.
Alicia Varela sigue teniendo el aspecto de niña buena con mundo interior, la mediana entre dos hermanos chicos que se refugiaba en sus dibujos y en ellos los trazos cobraban vida y contaban historias. Sonríe con timidez y detrás de las gafas los ojos indagan en una búsqueda permanente de lo esencial, de las líneas frágiles y poderosas que ilustrarán las palabras de otros, las historias de otros, en ese proceso mágico de la interpretación que la convierte en cocreadora de situaciones y de ideas, de narraciones y de pensamiento.
Aunque se dedicó durante un tiempo al diseño gráfico y vivió en Valencia, la ilustración como pasión insobornable y Gijón como raíz terminaron por tirar de ella hacia el norte, y su vida comenzó a articularse en la ciudad en la que nació, en los mismos espacios, cercanos a la Escalerona en los que vivió siempre, el mismo mar y la misma lluvia, y el amor, Eduardo, la familia, su hija Olivia, las amigas que sostienen, la playa, la naturaleza siempre.
Desde que en 2008 tuvo la oportunidad, de la mano del diario El Comercio de publicar una ilustración, ha seguido colaborando, agradecida y feliz, poniendo imágenes a las ideas, y publicando uno tras otro libros de literatura infantil, porque un día tuvo el arranque de dirigirse a Gonzalo Moure que quedó entusiasmado con sus ilustraciones y juntos publicaron El arenque rojo, el primero de muchos otros, el libro que después de doce años sigue siendo leído y disfrutado por muchísimos niños.
Alicia Varela sigue siendo cómplice de la delicadeza, voluntariosa y tenaz. La modestia la lleva a proclamar que detrás del éxito de cada álbum ilustrado, de cada libro, solo el trabajo de un equipo es responsable.
Pero, aunque no se lo crea del todo, es su imaginación y la magia que habita en sus dedos la que es capaz de levantar un universo entero donde solo había una página en blanco.
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