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LAURA CASTAÑÓN
Domingo, 22 de agosto 2021, 00:39
No siempre los comienzos aportan las pistas suficientes como para elaborar una profecía, para anudar un pronóstico que marque el devenir biográfico de quien se asoma al mundo. En el caso de Miguel Acebedo, su desembarco en la vida se produjo antes de que fuera ... 24 de diciembre, que en aquellos años (Gijón, 1955) suponía para los nuevos padres el regalo por parte de las autoridades de toda clase de útiles para el nuevo bebé que había tenido la fortuna de nacer el día del cumpleaños del Niño Jesús. Miguel Acebedo adelantó su llegada, a lo mejor porque ya venía con toda la urgencia, convencido de que para hacer las cosas bien hay que andar con tiempo.
En el rostro de Miguel Acebedo vive instalada una adolescencia sin edad que desmiente a los calendarios. Es imposible no percibirla en cada una de sus líneas, en la ausencia de huellas de tiempo transcurrido. Anudado a ese gesto de quien en la batalla contra el tiempo ha salido victorioso, habita la decisión y la voluntad que siempre se han confabulado para que su labor al frente de los Festejos gijoneses haya recibido de forma unánime la consideración de impecable y de eficiente, en aquellos muchos años en que Gijón se colocó en el mapa de los grandes conciertos gracias a un dúo que no cantaba pero sabía mover todos los hilos, hacer malabares, conseguir armonías, enhebrar propósitos y convertirlos en metas: la pareja Acebedo-Gutiérrez Granda, técnico el primero, político el segundo, las dos caras de una única moneda, la que es capaz de comprar la ilusión y transformarla en realidades.
Los labios de Miguel Acebedo siempre tienen preparada la sonrisa, lista para manifestarse, pero también son guardianes de los silencios que tienen que ver con la discreción: Quien atesora en su memoria todas las historias de las primeras figuras mundiales del mundo del espectáculo, los detalles que podrían cambiar percepciones, guarda para sí situaciones, anécdotas, pequeñas miserias, grandezas inesperadas, el recuento sutil de los momentos de aquellos años que escribieron el nombre de Gijón en las agendas de todos los promotores, en el recuerdo de quienes siempre creímos tan inaprensibles, tan lejanos y tan estrellas, que sería imposible que cantaran para nosotros, tan cerca, en el entoldado de aquellos principios, en nuestra plaza de toros, en nuestro estadio. Los años que parecieron milagro, pero fueron trabajo, pasión, obstinación.
Tal vez esa adolescencia permanente que se ha quedado prendida en el rostro de Miguel Acebedo tiene que ver con la justicia, como si la vida, que lo colocó en la línea de salida hacia las responsabilidades cuando aún era tiempo de inconsciencia y despreocupación, quisiera compensarle con esa intemporalidad, que quiere concretarse en la mosca de su barbilla, en el aspecto juvenil que casa poco con la idea habitual de una jubilación que en su caso ha empezado a disfrutar, y se traduce en un saxo del que aprende los secretos, y con el que ha experimentado ya lo que es un concierto desde esa otra perspectiva: la de quienes son protagonistas, en la libertad y el tiempo para viajar, en la vida tranquila varios días a la semana en su casa de la montaña, esa soledad de libros, abejas y memoria.
En los ojos azules de Miguel Acebedo hay una evolución al gris clarísimo, a la transparencia con que mira, como si el camino para asomarse a su alma y encontrarse con el niño que apenas levantaba un palmo y tenía que estirarse para ver los partidos del Sporting, estuviera pintado con el color del cielo de esta ciudad, el amor inconmensurable por los suyos, el corazón mordido por la ausencia, el privilegio de la amistad, el respeto por todos aquellos que han trabajado codo con codo a su lado, esa pasión por aprender siempre, por reemprender la tarea de vivir cuando ya parecía que se sabía las respuestas y como a Benedetti, le cambiaron las preguntas.
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