Para quienes saben interpretar los augurios, no sería difícil adivinar en el brillo de los ojos de aquella niña que nació en Moreda de Aller la inquietud, y también una curiosidad insoslayable: la que la llevaría a tratar de mirar siempre a las montañas que ... como una pared vertical festonean el valle de Aller, preguntándose qué habría al otro lado, qué mundos se extenderían y cuáles serían sus colores más allá del gris del carbón y de aquellos años sesenta. Y mientras jugaba en el campo de la iglesia y acudía a la Academia de don Germán, la mirada y el deseo de conocer no terminaban de encontrar acomodo. Tampoco su ansia de comunicarse: todos los castigos que le caían en clase eran por hablar demasiado, que ya decía su abuela que era muy picuda. Pero hablar, expresarse, leer, el poder inabarcable de las palabras, casaban también con lo que formaba parte del paisaje de su casa: cuando se trasladaron a vivir a Turón, su padre tenía una imprenta y a Merche se le hacía magia aquello de los moldes, los tipos, las cajas y el orden perfecto, y las lecturas de su madre, que conseguía libros prohibidos, gracias a un familiar que vivía en Francia y tenía en su poder obras tan peligrosas como alguna ¡de Espronceda!, escondidos en una maleta. Su madre, además, dibujaba muy bien y de ella le vino seguramente el deseo de expresarse, también a través del lenguaje plástico, y así encaminó sus pasos a la Escuela de Artes y Oficios que estaba en la calle del Rosal, en Oviedo. Los estudios que hizo allí se completaron con unos años en el París de mediados los setenta.
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En el rostro de ahora de Merche Toraño pervive el asombro de su llegada a la luz de la capital francesa desde las provincias de una España aún en sombras, los ojos, tan ávidos siempre de descubrir cosas nuevas, teñidos por la sorpresa de contemplar con qué desenfado, las modelos posaban desnudas para los estudiantes de arte. Los pómulos, cómplices de la sonrisa, proclaman la eternidad de la ilusión como única compañera ante cualquier desánimo. Porque ese parece ser el lema inscrito en la mirada de Merche Toraño: vivir con esperanzado entusiasmo cada uno de sus días, ajena a las contabilidades del calendario, confiada en la fuerza inabarcable que se desprende de sus ganas. Las que siempre la han acompañado en cada una de sus aventuras vitales, muchas veces anudadas a la casualidad, como su entrada en los medios de comunicación, a partir de una entrevista para hablar de la organización de un curso de Protocolo e Imagen, cuando Javier Asenjo, director entonces de Ser Gijón, supo ver en ella lo que luego sería una carrera imparable: primero colaborando en la radio, más tarde en Televisión Local Gijón hasta dirigir y presentar su propio programa, aquel Club Taitantos de memoria imborrable.
Con sus hijos ya mayores encontró el modo de matricularse a distancia en la Universidad de Madrid en la carrera de Periodismo que le entusiasmó y a la que se entregó como siempre hace las cosas: hasta el fondo.
Merche Toraño, que es risa y es arrebato, y voluntariosa en su forma de trabajar, defiende con pasión la vida, la de cada uno de los días, la de cada uno de los años, y se niega a hablar de cifras, por eso lo de 'taitantos' en su programa de la tele, y en el que ahora graba en su propia casa con cuatro teléfonos móviles, colaboradores entusiastas y mucho trabajo de producción, de dirección y de edición, y que se emite en Youtube.
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No hay espacio para los años que cuentan los calendarios, y ella sigue siendo aquella mocina que aún no había cumplido los veinte, reina de las fiestas de Turón, que un día descubrió la magia de 'hablar' en una radio que se emitía a través de unos bafles en la fiesta, y con la carina redonda de entonces y los ojos llenos de sueños permanece imperturbable la ilusión, sin una sola concesión a ningún desaliento.
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