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Andan los espejos a la greña con los calendarios en el caso de Mento Hevia, porque no se acaban de creer los primeros que la fecha de 1954 sea realmente la del nacimiento del músico, e insisten en reivindicar la juventud sin fisuras, ese aire ... por momentos adolescente, que convierte en increíble que el número de años esté ya en siete décadas. Y, por mucho que la genética haga su trabajo, hay algo que es propio y mucho más profundo, presente en esa vitalidad, en la inquietud que parece dirigir siempre sus pasos y su mirada.
Lo de Mento viene de Sacramento, que es cosa de la genealogía familiar y que tal vez contribuyó a imprimir ese carácter, esa personalidad tan inquebrantable como sensible. Porque sensibilidad había en el niño que aún párvulo se sentó un día en el suelo con la espalda apoyada en el armonio que había en el colegio y sintió que el sonido se metía dentro de él, vibraba cada nota y un bienestar de origen desconocido se hacía dueño de su voluntad y cómplice de su deseo. Había descubierto la pasión por la música que ya no lo abandonaría jamás, y que se fue concretando, durante la infancia en todo lo que la radio, los grupos musicales avilesinos, le iban suministrando como una droga de imprevisibles consecuencias, y durante la adolescencia en sus primeras tentativas de grupo. En obligado reposo por enfermedad durante meses, un amigo le llevó una guitarra y le enseñó unos acordes que se convirtieron en compañeros de aquellos días y de algún modo señalaron el camino de lo que iba a ser después toda su vida.
El resto de la biografía tiene mucho de sencillo y mucho de extraordinario. Estudió Derecho, aunque nunca se dedicó a ello, pero en las aulas trabó conocimiento con compañeros que se convertirían también en cómplices en la creación de algunos grupos, el más importante, sin duda, Crack, rock sinfónico de indiscutible calidad, tal vez lastrado por una cuestión de deshoras, porque la movida de principios de los ochenta arrinconó casi cualquier otra iniciativa musical. Y la música electrónica y tecno, y la epifanía sonora de lo celta, de las raíces populares, y Gueta Na Fonte, y la Orquesta Céltica, una biografía de corcheas y semifusas, de notas y de silencios, de exploración en los sonidos, de pasión por la composición, por ir hilvanando melodías, de poner la técnica al servicio de la imaginación, y crear, sin ir más lejos, un instrumento, la raviola, una mezcla de rabel y de viola.
Las manos de Mento Hevia transitan con maestría acariciando instrumentos, y dotado de oído prodigioso, intuición extrema y talento indiscutible, consigue extraer el alma a más de cincuenta instrumentos que tiene en su casa, desde el arpa celta, al violoncello y, últimamente, unida a su pasión por la música antigua, la vihuela. Todo en Mento Hevia es, por tanto, exploración, búsqueda, inquietud. Y una sensibilidad absoluta, la que habita en la claridad azul de los ojos llenos de preguntas, en la sonrisa que camuflada entre una perilla con mucho de quijotesca, proclama respuestas.
Le acompañan siempre las músicas que ama, desde Marin Marais hasta los Beatles, pasando por Génesis, la Creedence Clearwater Revival y sobre todo Haendel, y tantos otros que fueron escribiendo en el aire las partituras por las que se han ido deslizando los años. Jugador brillante de futbolín, superviviente de algún que otro abismo, esa necesidad de expresar los mundos que le habitan también se canaliza en sus dibujos, una pasión compartida con su hija Carmen, que es ilustradora.
Aún vive en su mirada el chavalín enfermo en la cama que con la guitarra prestada y cuatro acordes aprendidos fue haciendo callo en los dedos, mientras su padre le conminaba a que dejara ya de serruchar y se durmiera, sin sospechar que aquel sueño era el prólogo de una pasión que iba a vivir para siempre en su voluntad, en sus dedos, en su voz y en su deseo.
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