Casi siempre es el azar el que determina cuál va a ser, al menos en parte, nuestra vida. A María José Cuervo quiso la pura casualidad de un tropezón de un camarero, que algunas circunstancias de su vida se vieran modificadas en el instante mismo ... en que la mesa en la que cenaban sus padres no tuviera otro sitio que ir a clavar su pico que en el abdomen de su madre embarazada de siete meses. Ello provocó el parto adelantado y que la niña que iba a nacer en el florido mayo, llegara al mundo con el viento del final del invierno gijonés, en marzo de 1960. Que lo hiciera justo tres días antes de la fiesta de San José, llevó a su tía a pedir la intercesión del santo para que aquel delicado bultito de huesos y piel, a quien llamaron María José, sobreviviera cuando faltaban unos meses para que a Gijón llegaran las incubadoras, con cuidados, calor y suerte.
Lleva tatuados en la mirada el mar y la arena gijoneses, a lo mejor, porque sus raíces (su padre de Cimadevilla, su madre del barrio de la Arena) no pueden ser más playas. Tanto que no entendía que en su clase ella fuera una de las dos únicas niñas que no tenían pueblo de origen al que volver en verano. También lleva la memoria de los días de la infancia, el aprendizaje de la solidaridad, la vida que transcurría en la calle Ezcurdia cuando el barrio aún mantenía la esencia previa a la gentrificación que se produjo incluso antes de que se conociera el término. El tiempo de antes, cuando el barrio de la Arena empezaba en Capua y terminaba en la calle La Playa, y luego estaban les Güertones, la Fabricona, y había muy pocos coches, y los vecinos se conocían y se sabían las historias de necesidad y de silencio porque eran muchos los que vivían aún con el temor. Tal vez de ahí venga ese compromiso con la vida del barrio, del conocimiento profundo de las historias y de las carencias, de las expectativas y del trabajo.
A María José Cuervo, que estudió Empresariales, aunque nunca llegó a ejercer, la sonrisa se le dibuja con timidez en la cara, pero ahí está, proclamando que es posible hacer frente a las tormentas y a las pérdidas. En los ojos, no siempre tras las gafas, el brillo de quien sabe ilusionarse aunque mantenga con tanta solidez los pies anclados a la tierra, consciente de las dificultades y de la batalla que supone revindicar derechos, buscar acuerdos, encontrar soluciones. Primero en el Voluntariado Vicenciano de las Hijas de la Caridad del Colegio San Vicente, conociendo de primera mano los estragos de la desigualdad y también las historias de maltrato y de sufrimiento que no siempre se ven. Esos veintiún años dedicada al voluntariado le permitieron tener una visión no solo de las zonas más en sombra de la ciudad: también por las responsabilidades que llegó a tener en el ámbito nacional de la organización, supo de las realidades europeas y latinoamericanas. Y la reafirmaron en su conciencia feminista, que ya le venía de serie, pero que solo puede crecer con el conocimiento. Por eso le duró poco la decisión de hacer un alto y cuidar su salud, porque en seguida se vio envuelta en la vorágine que supone entregarse de lleno a la actividad vecinal y sus implicaciones: en la asociación del barrio de la Arena, en las Vocalías de la mujer, en la Federación de Asociaciones de Vecinos. Viajera impenitente, enamorada del baile regional y de los bailes de salón, y ahora como panderetera, no tiene más ambición que hacer bien las cosas y disfrutar de lo pequeño: su vida no conoce apenas las pausas, porque siempre hay algo que hacer, un asunto que resolver, una necesidad que atender, una mejora que reivindicar.
En esta mujer de gesto apacible y tranquilo siguen muy vivas las palabras que le decía su abuela cuando la llevaba al colegio cada mañana y pasaban por delante del semáforo de los Campos, el primero que existió en Gijón: «Mira, niñina, esto pusiéronlo ahí pa evitar catástrofes». Y su abuela no sabía que estaba sembrando en ella el deseo que la guiaría siempre: el de intentar con el trabajo diario, con el compromiso vecinal, evitar todas las catástrofes.
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