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LAURA CASTAÑÓN
Domingo, 19 de marzo 2023, 02:47
Cuando María Antonieta Laviada llegó al mundo en Gijón, el talento que traía consigo seguramente pasó inadvertido a los ojos de los augures que siempre proclaman el futuro que cada bebé atesora en los ojos sorprendidos con que nace. No hubo tiempo para ello, porque ... el parto no había terminado con la llegada de aquella niña para quien ya habían elegido el nombre de María Antonieta, como la madre. Faltaba por nacer la segunda de aquellas dos gemelas que nadie había previsto como tales. De ese modo María Antonieta y Covadonga formaron una unidad durante mucho tiempo y compartieron infancia, juguetes, cumpleaños, bicicletas, pandillas y vida.
Y, sin embargo, quién sabe en qué rinconcito de la mirada traía aquella niña una certeza de sensibilidad y arte, que en la familia ya se había desvelado en la faceta musical con su hermano Rafael, que más tarde sería un conocido músico. El caso es que esa pasión se fue alimentando a lo largo de aquellos primeros años, y en el colegio Santo Ángel fue proverbial su facilidad para el dibujo, y eran los suyos los elegidos siempre, cada vez que había que hacer algún tipo de decoración festiva. Las matrículas de honor en Dibujo se repetían año tras año, en tanto que el resto de las asignaturas no le suscitaban un entusiasmo especial.
María Antonieta Laviada tiene el mar en los ojos. No el azul tranquilo de los días apacibles: los suyos, a fuerza de esa mirada permanente escudriñando los secretos de las olas para traducirlos a pinceladas, se han ido contagiando del color de las tormentas, de las nubes grises, del acero en que a veces parece transmutarse el Cantábrico. Puede que por eso casi siempre se oculte detrás de unas gafas de color, para salvaguardar el secreto del mar que se le ha tatuado en los ojos.
Independiente y dueña de sus decisiones, supo que su destino estaba inevitablemente unido a unos pinceles, porque esa era la forma en que podía expresar la emoción que le suscitaba lo que veía. Cuando tenía diecinueve años consiguió montar su primera exposición en el Ateneo Jovellanos: ahora se ruboriza recordando la inexperiencia que se percibía en aquellos primeros trabajos, pero un primo de su padre, el pintor César Pola, vio talento en aquellos trazos primerizos, sentenció que aquella muchacha tenía madera y la acogió bajo su magisterio: de su mano aprendió, además de las técnicas, a mirar, la importancia de la luz, los detalles, la percepción de lo que aunque está ahí nadie más que quien sabe descubrir el secreto de las cosas puede entender.
Profesionalmente, María Antonieta se ha dedicado al interiorismo, que no está tan lejos de su vocación pictórica: espacios, volúmenes, colores, texturas comparten un territorio común y se retroalimentan entre sí. Y su vida ha mantenido las coordenadas de siempre: Las inmediaciones de la plaza San Miguel, Begoña, la playa, el puerto. En su estudio, los óleos y los lienzos, siempre contando historias de vida y movimiento, de luz que incide sobre las superficies y arranca pedazos de alma a paisajes, rincones, momentos. No le gustan los bodegones, ni los jarrones con flores, ni nada en lo que no se pueda leer el aliento de la vida. Sus exposiciones se cuentan por decenas, los premios también. La inquietud por pintar, por expresar emociones no se termina nunca. La conexión íntima con la sensibilidad de quien contempla su trabajo, tampoco.
Todavía recuerda a la pareja joven que en una de sus exposiciones en Madrid se llevó ocho cuadros y cuando volvió a exponer al invierno siguiente, volvió para llevarse doce. Y sigue conmoviéndose cuando piensa en sus dibujos de niña, en aquellos primeros intentos de contar el mundo, que muchos años después descubrió que su madre había guardado como un auténtico tesoro. En ellos se mira y se reconoce. También en ese mar que ya para siempre se ha quedado, a veces borrascoso, a veces sosegado, en sus ojos y en sus cuadros.
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