LAURA CASTAÑÓN
Domingo, 10 de septiembre 2023, 01:01
Hubo una vez un niño que aprendió el secreto para subirse en marcha a los calderos que transportaban el mineral de hierro a su paso por El Regueral y a calcular con exactitud cuánto tiempo debería permanecer encima hasta que alcanzase una altura insalvable. Por ... entonces había aprendido ya, con tan pocos años, que la guerra era sinónimo de muerte, de camiones que transportaban prisioneros, de algún cuerpo que flotaba en el río. Y para abstraerse centraba su atención en los brillantes botones dorados de las guerreras. Se llamaba Marcelo Palacios, había nacido en 1934, y había aprendido también desde muy pequeño el silencio que se extendía en torno a la ausencia primero y el retorno después, de su padre, que sufrió años de campos de concentración de los que nunca quiso hablar ni una sola palabra.
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Es aventurado, pero posible, concluir que de todo ese silencio brotara la urgencia de palabras, la búsqueda de certezas, el conocimiento. Tampoco es difícil entender que la asignatura de la dignidad aprendida en aquel hogar atravesado por la historia se convirtiera en el eje sobre el que se construiría la personalidad de Marcelo Palacios, aquel adolescente candasín que cogía el tren de las seis de la mañana para estudiar bachillerato en Gijón, que jugaba al fútbol, iba al cine Los Campos y tenía la decisión inquebrantable de estudiar Medicina.
Esa misma voluntad, la firme determinación, sigue habitando su rostro, en el que el tiempo solo ha conseguido dejar su huella en la blancura en el pelo y en la barba. Permanecen inalterables la sonrisa inteligente, el brillo de los ojos, bajo el imperio siempre de la ilusión y del deseo de trabajar, de hacer, de batallar siempre en la misma dirección: la búsqueda de la dignidad de todos, especialmente de aquellos más vulnerables.
Los años en la facultad de Valladolid primero, y más tarde como alumno de Jiménez Díaz en Madrid, el sabio profesor que le enseñó, entre otras tantas cosas, a mirar con detenimiento, a observar a quien tenía delante, a interpretar cada gesto, cada rasgo. El aprendizaje de una profesión cuya trayectoria es imposible resumir y cuyos éxitos se han ido fraguando a veces con grandes titulares porque la ocasión así lo requería, y otras han pasado un poco más desapercibidos, a pesar de que Marcelo Palacios no deja de repetir lo agradecido que está a los medios de comunicación que han sabido entender la repercusión de, por ejemplo, la firma de la Convención Europea de Bioética, que convirtió a Asturias en capital de la protección del ser humano ante el avance científico y tecnológico. Pero esto, con ser de extraordinaria importancia, junto con la creación de la SIBI (Sociedad Internacional de Bioética) hace 25 años, es solo uno más de la infinidad de méritos que jalonan una biografía en la que, a pesar de acercarse a los noventa años, lo intenso supera a lo extenso. En ella conviven la investigación, la especialización en universidades europeas, los trabajos en innovadoras técnicas de intervención quirúrgica, la creación de Unidades de Quemados en distintos hospitales, la Medicina Deportiva, la Inspección Médica, la práctica diaria de la medicina, la dedicación política en distintos ámbitos, como concejal del Ayuntamiento de Gijón primero, como diputado en el Congreso durante un largo periodo en el que sacó adelante leyes como la de Sanidad, las publicaciones, los reconocimientos, el trabajo por la Bioética en Europa. Y hasta lo literario ha tenido un hueco en el empeño con que Marcelo Palacios ha desafiado la duración de las horas con novelas y poemarios.
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Del silencio de su padre se quedó con una frase de la que ha hecho su divisa: nunca dejéis de ser amigos de alguien por quiénes hayan sido sus padres. Y también con algo, que sin explicitar abiertamente, aprendió de su mirada y que resulta admirable después de una trayectoria política en la que los puñales y las zancadillas son frecuentes, la inexistencia de enemigos, su absoluto desprecio por ese sentimiento que solo acarrea dolor.
Y puede hablar de ello con conocimiento, mientras acaricia la madera de la mesa de su despacho en la SIBI, el que se trasladó allí desde el Ayuntamiento: el mismo en que le tocó pasar los peores momentos de la democracia, en su condición de alcalde en funciones, el 23 de febrero, mientras (y esto se supo después) alguien escribía su nombre en la lista de los tres mil demócratas que estaba previsto fusilar el día 24 en el Bernabéu.
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