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Decía un eslogan publicitario de la época en que nació Mapi Quintana, en 1976, que un buen comienzo prepara un buen futuro. Y algo de verdad debe de haber en ello, porque esa sonrisa que mantiene permanentemente en su rostro tiene que ser el resultado ... de aquel tiempo en Pola de Lena, las historias de los abuelos, la mina siempre presente como referencia cultural, emocional y también una forma de conciencia, y el vuelo de las faldas del traje de baile regional, aquello que si no era felicidad tanto se le parecía.
Tiene Mapi Quintana una garganta que escribe prodigios, y un brillo que no puede ocultar ese pacto con la ilusión que lleva consigo desde siempre, desde el momento en que comenzó a cantar, de niña, contagiada por la alegría que se hacía voz y música, armonía y sentimiento de compartir. Por entonces, subida a la banqueta de la cocina de su casa, ya imaginaba escenario, ya intuía aplausos más allá de la aprobación familiar. Tiene también un flequillo risueño, y una vocación de entender la vida en sus orígenes, el alma de las cosas que vive en las canciones de aquí o de allá, hermanadas en un sentimiento común y en un alma, la humana que nos iguala.
Después de aprobar la Selectividad, condición paterna inexcusable previa a dedicarse a lo que de verdad le pidiera el corazón, Mapi Quintana se instaló en Gijón para estudiar en el ITAE, porque una cosa sí estaba clara: la vida era música (y a estudiar en el Conservatorio dedicaba muchas horas) y también era espectáculo, y ese era el motor que alimentaba los latidos de su corazón.
Hay epifanías que marcan un antes y un después, y la de Mapi Quintana tiene forma de cassette y suena en un piso compartido en el Gijón de los noventa, y atrapa irremediablemente la voluntad y el destino: la voz de Ella Fitzgerald inoculando un veneno inaprensible, como inspiración ya para siempre en forma de decisión incontestable. Y como una cosa sí sabía, y es que no siempre la firmeza en los propósitos va pareja a la facilidad para alcanzarlos, ese deseo la llevó a Amsterdam donde vivió durante nueve años de aprendizaje y trabajo, de indagar en los misterios del jazz y convertirse en una figura de referencia, mientras crecía, enredada entre los masters y los arpegios, la nostalgia de Asturias, y se imponían las melodías que seguían dibujando el mapa de lo afectivo.
Mapi Quintana es una voz, un contrabajo, una colección de sueños, un nudo de certezas, una voluntad inquebrantable y muchas, muchas ganas de seguir creciendo, de inventarse futuros, de unirse a los que emocional, ideológica, afectivamente participan de los principios que la llevan a colaborar en la escena, en grabaciones, en aventuras con otros músicos, con otros activistas de la vida en la que cree, la de las raíces, la de la proximidad, la de lo verdadero que tiene sabor a tierra y a justicia, a tradición y búsqueda. Su cercanía actual a Rodrigo Cuevas con quien comparte escenarios y proyectos, la forma de entender la vida, la música, la cultura popular a la que han conseguido arrancar de esa tentación permanente del catetismo con que se la ha mirado, conscientes de que existe un amplio movimiento en la sociedad asturiana que participa de ese empeño. La vecindad, el trabajo por objetivos comunes, que la ha llevado a convertirse en la Presidenta de la Asociación de Vecinos de Santa Bárbara, donde vive feliz esa existencia de la conversación, del encuentro, de compartir vida, palabras y canciones.
A veces se pregunta cómo ha llegado a cantar en teatros importantes ante tantos espectadores, pero entonces siempre le responde la niña de Pola Lena, la que escuchaba cantar a la güela Gelita sus coplas en la cocina, y soñaba con saludar en un escenario después de interpretar alguna canción de Parchís o de Enrique y Ana, subida en la banqueta de la cocina ante el público más entregado, la familia que apoya y que sostiene. La que siempre le ha dibujado la sonrisa en el rostro y le ha puesto luz en la mirada.
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