Cuando se instaló en Gijón con sus padres y su hermano mayor, Loly Fernández tenía solo tres años. Atrás quedaba, después de su nacimiento en 1965, un tiempo alemán, en Dusseldorf, del que no guarda ni memoria, ni paisajes. La vida, para ella, fue siempre, y sigue siendo, La Calzada, el barrio en que sus padres, después de los años de emigración pusieron en marcha su vida. Segoviana por parte de madre y lenense por parte de un padre enamorado de Asturias, Loly Fernández vivió una infancia y una adolescencia de barrio, de clases en el Instituto Feijoo, de matrimonio precoz y maternidad con dieciocho años.
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Hay heridas que dejan cicatrices en la mirada que no vuelve a ser la misma después del dolor, pero no es el caso de Loly, que supo del zarpazo y del miedo y de la angustia, y pudo superarlo y sobrevivir a la desesperación de aquellos días. Pocas cosas podía haber peores en 1990, cuando las siglas malditas estaban inevitablemente asociadas a una sentencia de muerte, que te dieran un diagnóstico de VIH a una semana de dar a luz a tu segundo hijo. Pocas cosas peores por entonces que aquellos días de horror, a aquellos años de tener que asumir que el bebé aparentemente sano y fuerte venía señalado también con la inexorable condena: la que se lo llevó cuatro años después, en medio de la devastación que la irrupción del virus había traído consigo. Hay que ser muy fuerte para sobreponerse en tiempos como aquellos de tormenta y desconocimiento, y seguir adelante y encontrar argumentos para enhebrar los días uno con otro y pelear, por la familia, por una misma.
Para Loly Fernández fue fundamental el apoyo que encontró en el Comité Ciudadano Antisida, en aquellos años en que la posibilidad de que alguien te viera cruzar el umbral te cubría con la sospecha y el recelo. En aquellos tiempos, también, en que cada reunión suponía una o más ausencias de gente que iba falleciendo. Hasta que llegaron los retrovirales, las batallas ganadas con esfuerzo y con sacrificios, las pérdidas en el camino, la conquista lenta y llena de obstáculos de una consideración social que fuera alejando el estigma, que aún permanece, residualmente, pero permanece.
En el rostro de Loly hay huellas de toda esa lucha, y cada una de ellas es una medalla a su fortaleza, a su voluntad firme, a la decisión de sobrevivir y de encontrarle a la vida su perfil menos duro, y de pintar con sueños de colores la niebla oscura de las pesadillas. En los rizos de su melena rebelde de muchacha que creció rápido, la ilusión ha encontrado un sitio para abrazarse a la calma y al sosiego, pero el camino hasta aquí ha sido largo y doloroso. Tal vez por ello, ahora, que los tratamientos se hacen cada vez más llevaderos y hay quien baja la guardia peligrosamente, es consciente de lo mucho que aún queda por hacer al frente del Comité Antisida de Asturias y sigue en la batalla por plantarle cara a un virus al que poco a poco se consigue doblegar.
Loly Fernández ha aprendido tantas cosas a lo largo de todos estos años, que no puede evitar sentir que el VIH le dio lo peor de toda su vida, pero también le ha dado lo mejor: la certeza de que es posible vivir cada uno de los días y encontrar en ellos el valor inmedible de todo lo que parece tan inmutable y es sin embargo tan frágil: las pequeñas cosas, las risas, la familia, el tiempo con las amigas, y esos abrazos de su nieto de dos años en cuyos ojos vive, invencible, la esperanza.
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