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M. F. ANTUÑA
Domingo, 2 de junio 2019
Circo en estado a puro, a todo ritmo, vertiginoso, cómico, cósmico, eléctrico, ecléctico. Y con ese toque sello de la casa, elegante, poético, con su punto onírico, con su dramaturgia que quiere hacer algo más que hilvanar un número tras otro, que quiere contar y ... cantar recurriendo a sonidos que van de la India a los setenta, del ayer al hoy con libertad infinita. 'Kooza', el espectáculo del Cirque du Soleil que el 31 de julio alzará el telón de su carpa en el puerto de El Musel diez años después de la última vez, se estrenó el jueves en Valencia. Al ladito mismo del Mediterráneo actúan ya los artistas que muy pronto mirarán al Cantábrico.
'Kooza' se plantea como un homenaje a las tradiciones circenses de payasos y acróbatas, apela a esos circos antiguos pero con la mirada rabiosamente contemporánea que el Circo del Sol, una multinacional del espectáculo nacida en 1984 en Canadá que ha sabido imprimirle con estéticas muy cuidadas, con música en directo, con un concepto de show que ofrece distintas perspectivas, que va más allá del número sin más para ofrecer un millón y medio de matices, en cada gesto, en cada saludo, en cada baile, en cada trazo del maquillaje, en cada peluca, en cada puntada del vestuario y en cada nota musical.
El nuevo espectáculo que llega a Gijón bajo carpa -ya se vieron 'Saltimbanco', 'Alegría' y 'Varekai'- juega todas las cartas triunfadoras del Cirque du Soleil y tiene como as bajo la manga un plus de trepidante, de ritmo vibrante, en números de esos que hacen removerse al espectador en el asiento, incapaz por instantes de contener el grito, el susto, el gesto perturbado.
Pero vamos por partes. El show comienza antes de la hora, con los 'clowns' animando al público antes de que aparezca en escena el Inocente, que es un payaso ingenuo que busca su lugar en el mundo y que hila la historia junto al Bromista. Hay más personajes, coloridos, coloristas, hay tres clowns, uno de ellos coronado, que juegan con el público, hay baile, movimiento y la música en directo de una banda con dos magníficas cantantes y una notable presencia de instrumentos de viento (saxo, trompeta, trombón...) situada sobre una suerte de teatro de telón rojo en tres alturas que preside la parte central del escenario.
El primero de los números tiene mucho de coreografía total, de bienvenida, pero es al tiempo un ejercicio coral de acrobacia previo a la llegada de dos contorsionistas mongolas capaces de llevar sus cuerpos a lugares absolutamente imposibles. Esa plástica insólita que rompe con las reglas de la anatomía transmite belleza, asombro y respingo con Odgerel Bayambador y Sender Enktur como protagonistas.
Llega a continuación un dúo que juega a la contorsión y la acrobacia a bordo de un monociclo. Son dos rusos, Olga Tutynina y Yury Shavro, quienes obran el milagro. Él pedalea; ella se eleva en sus brazos, se dobla, se retuerce, ambos bailan alrededor de la pista antes de dar paso de nuevo a los payasos, dispuestos a propiciar sonrisas y hacer partícipe al público de sus trastadas.
Entre los funambulistas que llegan a continuación están los españoles de la familia Quirós. Su show obliga a elevar la vista a lo más alto. Componen una doble cuerda floja y comienzan directamente sin red, sin arneses, haciendo ver que sus paseos y bailes de acá para allá son cosa de niños. Porque, cierto es, lo que está por llegar asusta y asombra: en bicicleta, sobre una silla, unos sobre otros, se mueven por el alambre. El más difícil todavía en estado de gracia para cerrar la primera parte de una función dividida en dos de 50 minutos de duración cada una con descanso de 30.
La segunda parte arranca con la danza de los esqueletos, coreografía coral con acrobacias a tutiplén y muchísimo ritmo como paso previo al que es el momentazo de la noche. Las ruedas de la muerte se llama el número que protagonizan Angelo Rodríguez y Junior Espinoza; el uno colombiano, el otro de Ecuador. Sobre un eje central giran dos estructuras circulares; cada uno de los dos acróbatas se sitúa en una de ellas mientras ambas trazan esferas a gran altura. Imposible que no se escapen los gritos. El público crea un coro improvisado cuando los artistas saltan de dentro afuera de los aros mientras un solo de batería suena brutal, da el redoble musical justo y necesario al vertiginoso despliegue aéreo.
Llega después un número de manipulación de aros de apariencia cercana a la gimnasia rítmica de la mano, brazos, piernas y cuello de la ucraniana Anna Stankus, antes de que los payasos sigan jugando al humor y de que las sillas chinas ganen altura. Este número, de Deng Bo- Yao, consiste en apilar sillas hasta elevar una torre con más de una decena sobre las que el artista trepa y ejecuta ejercicios de fuerza y contorsión. De una gran belleza plástica, el público sigue con el alma en vilo el lento y tembloroso ascenso.
Falta ya solo el boom postrero, otro juego de saltos imposibles, de trampolines, de seres que vuelan, de subidas y bajadas, a pie, unos encima de otros, sobre un zanco, sobre dos, con la música marcando muy alto el fin de fiesta, con más de una docena de artistas componiendo una coreografía final apabullante y vibrante.
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