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En la casería de la aldea de Pola de Allande, en la que vino al mundo José Fuertes, en 1944, además de una familia afectuosa ... aguardándolo, había algo que no era muy usual en aquellas circunstancias: bastantes libros y un padre con un inusitado interés por la cultura, convencido de que el conocimiento era imprescindible. Una tía suya, que era maestra había vivido durante sus años estudiantiles en Oviedo en la casa de Alejandro Casona y ese respeto por la letra escrita, por la creación, estuvo presente siempre en los primeros años de la vida de José Fuertes. Y aunque lo de estudiar no le tiró nunca mucho, desde muy pequeño descubrió algo que habitaba en él y que se manifestaba con la contundencia con que lo hacen las grandes pasiones: la simpatía natural que le venía de serie, la mirada lúdica sobre las cosas, podía canalizarse en las representaciones teatrales. Y allá que fue con unos siete años a debutar en lo que sería el primero de los pasos de un camino largo y fructífero. De la mano de su maestra interpretó con gran éxito aquello de «Qué linda en la rama/la fruta se ve/ si lanzo una piedra/ tendrá que caer!». Y ya no hubo vuelta atrás. Con los aplausos, y la sensación de estar haciendo lo que deseaba hacer, un veneno dulce, el de la pasión por la escena, se le inoculó y supo que ya siempre transitaría por un espacio hecho con gestos y con palabras, con historias capaces de conectar con el público, de mostrarles una parte de sí mismos de la que en muchas ocasiones reírse también.
Los años y las preocupaciones no han sido demasiado estrictos con el rostro de José Fuertes, y a pesar de la huella inexorable con que el tiempo va dibujando la geografía de dificultades, alegrías, risas, y también algún dolor, le han permitido mantener en los ojos un brillo que no puede provenir de otro sitio que de esa pasión, su compañera de toda la vida. La misma que su padre guardaba por el conocimiento y la cultura, que lo decidió a trasladarse a Gijón con toda la familia cuando tenía once años, en busca de un ambiente educativo y de mayores oportunidades y que llevó a José Fuertes a la Fundación Revillagigedo, sin que el interés y las ganas de seguir en el mundo del teatro se apagaran por un instante. Espectador de obras costumbristas y admirador de Rosario Trabanco, fue capaz de averiguar su dirección, y presentarse allí a decirle que él quería hacer teatro. Y ese fue el comienzo de una carrera teatral que él siempre define de aficionado, sin que eso le reste ni un ápice de la dedicación, el empeño y la profesionalidad. Así que siempre pensó que eso, actuar, formaba parte del aspecto más lúdico de su vida: el trabajo hasta crear su propia empresa de construcción y sacarla adelante con mucho esfuerzo, dedicación, autoexigencia y lo que él no tiene problema en denominar mala leche , encontró siempre el contrapunto en la felicidad que suponía subirse a unas tablas, provocar la risa del público, poner en pie historias, meterse en la piel de personajes, perfeccionar la técnica, transmitir, en definitiva, sensaciones felices a quienes desde el patio de butacas, o desde las sillas colocadas en teatros improvisados, aguardaban a conocer lo que se desarrollaba en escena, a encontrar una vía de escape para la risa, una emoción en el drama, y siempre un ratito para vivir algo que se parecía bastante a un sueño. Ha hecho adaptaciones, ha participado brevemente en el cine, aunque sigue pensando que es sobre las tablas donde está verdaderamente feliz, y a pesar de su condición de director, cree firmemente que es el actor el que es dueño del personaje.
José Fuertes acaba de recibir el Premio Honorífico de la Compañía Asturiana de Comedias, el reconocimiento a todos esos momentos que ha regalado a un público ávido de emoción, mientras él vivía las suyas propias: las de por un rato ser otro, enhebrando su vida en otras vidas, las de cada uno de los personajes que ha tenido el privilegio de interpretar, de conocer, de vivir.
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