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LAURA CASTAÑÓN
Domingo, 15 de agosto 2021, 00:44
A José Antonio García Santaclara, o Santa, como le llama todo el mundo, lo de la fascinación por las paradojas le viene de nacimiento. Cuando llegó al mundo en una pequeñísima aldea de la parroquia de Peñerudes, en Morcín, en julio de 1943, lo hizo ... adelantándose en dos meses al tiempo previsto, y en compañía de un gemelo más grande y más fuerte. Aun así, el único que sobrevivió fue él, el pequeño, el aparentemente frágil, que sin embargo y aunque nadie pudiera ni imaginarlo, algo llevaba en su interior capaz de convertirlo en quien luego fue: un buscador incansable de la justicia, como concepto que supera el de la paternalista caridad y el de la manoseada solidaridad.
Pocas personas hay menos reconocibles que Santaclara, el cura que nunca ha pasado desapercibido. Ni por la ciudad, con su presencia característica: las sandalias, el pelo largo recogido en una coleta, la barba, tan blanco el uno como la otra ahora, como si Moustaki hubiera pensado en él cuando escribía lo de 'de juif errant, de pâtre grec et mes cheveux aux quatre vents', ni mucho menos en los ambientes oficiales de la Iglesia, que, aunque se supone que tan sorprendidos como quizá un poco incómodos, en ningún momento parecen haberse sentido capaces de cuestionarlo.
Santaclara, Santa, mira desde detrás de las gafas con los ojos del corazón, los que son capaces de percibir la belleza porque lo hacen a través de un filtro de ternura. Los ojos del corazón que buscan dentro de uno mismo aquello que puede acercarnos a los demás. Desde siempre se sintió atraído por la espiritualidad profunda, por la filosofía oriental y el budismo, que le sirvió para acercarse a un conocimiento más intenso de la figura de Jesucristo, y se enamoró de los místicos. Sin embargo, por aquello de seguir enhebrando paradojas, toda su vida ha estado en la pelea por lo real, por la vida que es prosa y disonancia y barro, por los menos favorecidos, los despreciados, los apartados. Solo quien conoce la verdad del corazón puede saber que no hay la menor contradicción, que lo espiritual no es sinónimo de púrpuras y torres de cristal, sino capacidad para mirar por dentro el rostro de la marginación, de la exclusión, de la enfermedad, y encontrar la belleza que habita escondida en el sufrimiento. Y Santaclara ha conocido lo oscuro del mundo, tanto como para saber y sentir que su fe es de certezas oscuras. Como el dolor.
En la geografía de su rostro, en cada una de las líneas que han ido esculpiendo los rasgos de su cara, pueden leerse los años de una biografía cuyo argumento principal es la certeza de que uno tiene que buscar en sí mismo su propia curación, como en la piscina de Siloé, y la cercanía con los que sufren la injusticia en su propia piel: desde su experiencia con los Hermanos de San Juan de Dios, su trabajo en el Psiquiátrico, el teléfono de la Esperanza, los barrios más marginales de París, la cárcel de El Coto y lo mucho que confiesa haber aprendido con los presos, y donde aprendió a mirar a los ojos al SIDA, y de ahí a poner en marcha la Fundación Siloé hace más de treinta años, con un equipo de personas que hacen posible el milagro y del que se siente agradecido de formar parte, porque no concibe otra forma de hacer las cosas, que no sea desde lo plural. Por eso también su firme convicción de lo laico como espacio común donde hay sitio para todos.
Esa energía y esa fortaleza, esa decisión para abarcar todos los sufrimientos que en realidad siempre son el mismo, en un barrio de Gijón o en Palestina, va dando paso, y también se lee en su mirada, al tiempo por el que transita ahora: el tiempo de la lentitud, lo callado, lo cotidiano. El tiempo de encontrarse con uno mismo que sirva para descifrar todos los enigmas, para entender el sentido de todas las paradojas.
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