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Ser descendiente de Pedro Menéndez, el Adelantado de la Florida, tal vez no imprima carácter, pero algo de la personalidad indómita de aquel militar y ... marino habrá viajado por los genes de forma que en Jorge Martínez se sustanció en carisma y personalidad que no iban a hacer que pasara desapercibido.
Nacido en Avilés, en un primero de mayo, en 1955, quien habría de ser una figura emblemática, apuntaba maneras desde muy pequeño. Y no solo porque en sus decisiones pudiera entreverse ya esa condición de insurrecto, las turbulencias que convertiría en arte, y el talento indiscutible. También, porque su capacidad para encontrar el sentido, el porqué y el para qué de sus actos quedaba patente cuando llegó a la conclusión, ya de muy pequeño, de que había que acudir a la escuela: Con sus amigos jugaba a hacer galletas de barro, redonditas y perfectas, cuando cayó en la cuenta de que ninguno de ellos, que aún no eran escolares, podía escribir en ellas, para darles el toque final: escribir las letras de Galletas María. Y eso era cosa del aprendizaje, y aprender era imprescindible para poder hacer lo que uno quería.
No lo abandonó nunca esa convicción, el deseo de aprender. Su entrega a la música, al conocimiento exhaustivo de los aspectos técnicos del sonido tanto como a los puramente creativos lo ha convertido en la figura incuestionable que ahora es.
Es inconfundible su rostro, el inabarcable mundo que se extiende detrás de una mirada que jamás está quieta, como si moverse fuera el motor, y la energía para ello proviniera de ese universo que le habita, empeñado en escribir leyendas de sí mismo, algunas apócrifas y a la vez se entrega al rigor, a la exhaustiva búsqueda de la excelencia. El cráneo privilegiado y despejado como seña de identidad, a veces bajo la icónica gorra de piel, esa sonrisa en la que baila la ironía de quien muy pronto aprendió cuánto molesta la lucidez, la estatura juncal, el movimiento que acompaña a sus palabras cuando habla y ese misterio en el que se envuelve, tejido a trompicones por una biografía a la que no es ajena su propia implicación en un tiempo y un espacio determinantes. Salvajes, casi siempre.
Fue joven y arrogante, como proclama en el título de su último trabajo, y un día, entre el blanco y negro de la canción melódica y las coplas, omnipresentes en la televisión de los sesenta, la voz, los movimientos y la energía de Mike Kennedy al frente de Los Bravos, le mostraron los infinitos colores del 'Black is black', la vida que palpitaba en una guitarra que se convirtió por entonces en el sueño, en la obsesión, en el prólogo de una vida que para siempre estaría gobernada por el deseo de arrancar sonidos imposibles, de iluminar con impensables acordes una realidad con la que no era fácil estar de acuerdo.
Jorge Martínez se ha convertido en Jorge Ilegal, y de ese modo ha terminado por fundir su propia biología con la música, vida y obra como dos caras de esa misma moneda que es él mismo: turbulento, inquieto, superviviente, mordaz, cáustico, de palabras afiladas y sonidos rotundos, lector cultísimo, implacable y vehemente, insobornable en sus certezas, y profundamente consciente de quién es y en qué mundo vive. De todo eso dan cuenta todos esos discos que se han convertido en esenciales para explicar la historia del rock en España, para conocer ese latido que a veces es estruendo y otras explora lo más profundo, de quien parece encontrar en sí mismo, sino las respuestas, al menos la posibilidad de seguir haciéndose preguntas.
Y aún encuentra el hueco necesario para recordar quién era, ahora que se asoma a la séptima de sus décadas y, según cuenta su memoria se parece cada vez más al olvido, el niño al que llevaron al cine a ver una película de Marisol, y prefirió escurrirse de la butaca y acabar escapando a una charca a cazar ranas.
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