JOSÉ SIMAL

Jerónimo Granda

Cantautor. Lleva vinculado de forma profesional a la música desde los 17 años y es una figura imprescindible de la escena asturiana tanto como cantante como showman

LAURA CASTAÑÓN

Domingo, 26 de junio 2022, 15:47

Dispuesto a empezar las cosas por el principio, Jerónimo Granda estrenó el mundo el primer día de 1945, cuando aún no se sospechaba que sería el año en que la bomba atómica cambiaría para siempre un mundo que tendría que vivir bajo el signo de ... la amenaza. Pero por entonces, en Oviedo, la calle General Elorza era una caleya sin ni siquiera adoquines, donde jugar al hípico, o a alcantarillas, al fútbol con una precaria pelota hecha con trapos y papel, y la ciudad convivía con prados y huertas, y los tranvías amarillos marcaban el ritmo de las horas, y a veces te atropellaban como le sucedió a él, que terminó arrojado en una cuneta entre ortigas y agua.

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En ese rostro pervive una infancia de asombros y de aprendizaje, los días de los dominicos, las calles de la ciudad, el descubrimiento de la música, una guitarra prestada para aprender a tocar, la primera emoción de los escenarios. En cada rostro van acumulándose, a veces a traición, las horas que pasaron, los días que dejaron un rastro de gloria o de cenizas, y siempre los fragmentos de vida que termina por hacerle a uno lo que es, lo que viene siendo, tal vez desde siempre. A Jerónimo Granda, la música se le instaló sin remedio en la voluntad, y con el ritmo de la batería y su voz impresionante, se convirtió en esa poco habitual figura que canta rodeado de platos y toms, baquetas en ristre, mientras los nombres de los grupos (Los 106, Los Jois, Los Juniors, los Liders, Los Cinco del Principado...) se sucedían entre un repertorio en el que se mezclaba el rock and roll con ecos de Elvis que llegaban de la mano de Enrique Guzmán, con otras más tradicionales, de forma que Popotitos convivía con Suspiros de España. Jerónimo Granda es un hombre pegado a una guitarra desde el día en que colgó la batería en la Sala Acapulco, tras actuar con Cassen y Salomé. Para entonces, Cimavilla era ya una noche plural e interminable, el mapamundi de los sonidos, con actuaciones en directo en al menos diez locales, donde en apenas unos metros uno podía cambiar de ritmos cubanos a flamencos, de canción asturiana a melodías del otro lado del océano. En esa fiebre musical, Jerónimo Granda tomó la gran decisión: la de dejar su trabajo fijo en Tabacalera y tirar por esa calle de en medio asfaltada con fusas y corcheas, con palabras y acordes, para vivir en un Gijón en clave de sol.

Jerónimo Granda fue dejando por el camino el primero de sus dos nombres, a medida que se convertía en patrimonio de todos, en referencia indispensable, en la voz que, en el amestao que todos hablamos y todos entendemos, a veces canta y a veces habla, pero siempre piensa, lúcido y brillante. Juglar de lo doméstico y azote del poder, forman parte de la iconografía de lo imprescindible sus gafas que más que artilugios de la óptica parecen tener algún tipo de alquimia milagrosa que le permite ver el interior de las cosas, introducirse con la finura y la precisión de un bisturí en las conductas humanas. Dice que es preciso vivir en un estado de cabreo permanente que es el que te hace avanzar con determinación, pero es fácil adivinar en la sonrisa que le dibuja la ironía flanqueada por la barba que se ha ido tiñendo del blanco de las certezas, que esa indignación, cuando está acompañada por el humor, convierte lo agrio de la vida en esa broma infinita en la que deambulamos sin ser conscientes de ello. También la lucidez, ese tránsito permanente orillando el escepticismo, la visión inteligente de este hombre que cambió la pasión por la ciencia y las geometrías por el destello fugaz de las metáforas y los arpegios, funciona como antídoto contra la decepción.

Lleva sesenta años en esto de la música profesional, llenando salas, entusiasmando al público. Filósofo de lo cotidiano que es lo único que vale, aspira, dice, a seguir cantando, al menos otra media hora.

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