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Hay biografías que se escriben con una vocación de circularidad como si no fuera el azar quien determinara las trayectorias y hubiera que pensar en algún tipo de orden dictado por la ley del eterno retorno, versión cotidiana. Que Javier Mahía llegara al mundo en ... un país que no era el suyo, en un contexto de emigración, y que años más tarde su actividad profesional girara en torno a migrantes y refugiados, parece una de esas piruetas con las que el destino se entretiene, pero eso es así: Javier Mahía nació en julio de 1964, en Lieja, Bélgica, de unos padres emigrantes que conocieron, no solo las dificultades de marcharse a otro país: también la importancia fundamental de las redes de apoyo de familiares y amigos, la fuerza de lo colectivo y de lo solidario en un país extranjero.
Hay rostros de los que nunca se va la adolescencia. Ahí permanece, sin que seamos capaces de identificar exactamente en qué, y sin descifrar cómo es posible que sea capaz de escaparse a la presencia de las canas, incluso a la huella del tiempo en la inevitable geografía de la piel. Puestos a investigar la razón última de ese aire juvenil que permanece inasequible a la velocidad de los calendarios, tal vez podría encontrarse en el compromiso como forma de vida, el arraigo de las certezas, y la insoslayable necesidad de seguir aprendiendo de esas enciclopedias vivas, de esos ensayos sobre las consecuencias de la intolerancia, de las guerras y las desdichas, que son cada uno de aquellos que la ONG de la que es responsable en Asturias, acoge y acompaña.
Ha conocido, aunque en unas condiciones muy diferentes, algunos de los desarraigos que en versión corregida y aumentada traen consigo quienes huyen de un mundo hostil. Su retorno a España con cuatro o cinco años lo llevó a separarse de sus padres y a vivir con su abuela, alejado del mundo que conocía hasta ese momento. Y puede que, como defensa, se negara a hablar en francés en cuanto se instaló en Gijón. La ausencia durante unos años de los padres que siguieron trabajando en Lieja hasta el retorno definitivo, aun así, se vio ampliamente compensada con el cariño y los cuidados de la abuela, con la infancia feliz en Pumarín. Como para no entender lo importante que resulta el apoyo cuando las circunstancias, las fracturas emocionales, los éxodos, hacen que al corazón le falte un pedazo.
Todo ese equipaje propio, la experiencia de su vinculación con ONGs, como Amnistía Internacional desde muy joven, su activismo en la CSI, su experiencia laboral en ámbitos tan distintos como el metal o poner copas en bares, su formación en Trabajo Social, y sobre todo la avidez de su mirada, su capacidad para leer las líneas ocultas que escriben los dictados del alma, lo ha llevado a trabajar desde hace ya treinta años en ACCEM, esa organización que se encarga desde el apartidismo y la aconfesionalidad, sin ánimo de lucro, a intentar mejorar las vidas de las personas vulnerables. Y entre todas ellas, por sus especiales dificultades, el trabajo con migrantes es prioritario. La tarea no es fácil y los tiempos no son buenos. Pelear por los derechos, por el respeto a la diversidad, por la justicia y la igualdad, a veces se convierte en una batalla titánica contra la desconfianza, contra el miedo al diferente. Javier Mahía es partidario de que los hechos, las historias de integración y de entendimiento sean las que se impongan frente a cualquier otro discurso.
Asomándose a los ojos de Javier es posible detectar la tentación de una tristeza que queda neutralizada por el compromiso ineludible, por el apoyo, la voluntad, el amor por una ciudad que desde Cimadevilla recorre incansable, por los amigos y la familia, por la sidra, que quien sabe si no será la responsable de que ese aire de adolescencia no termine de marcharse nunca de su rostro de chico rubio y mirada llena de preguntas.
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