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LAURA CASTAÑÓN
Domingo, 21 de noviembre 2021, 19:19
Como casi todos los niños por aquella época (1950), Isabel Moro llegó al mundo en su casa en Gijón. Su madre, aunque era joven, sabía lo que se hacía porque era comadrona y para su padre, inolvidable periodista, el nacimiento de Isabel fue la mejor ... de las noticias. Nacer en una familia como la suya casi con toda seguridad diseñó su carácter, su personalidad, y su forma de entender la vida, y ahora que han pasado los años y las ausencias se encargan de enhebrar las horas con la melancolía, son esas imágenes las que acompañan los días y sirven de bálsamo en los momentos en que la lluvia se adueña del latido del corazón.
Pervive esa infancia feliz en la memoria y en la mirada, que viene a ser lo mismo. Las imágenes de unos años inmersa en la actividad de la ciudad gracias al trabajo de su padre, los nombres de pintores, de artistas, de figuras relevantes e inolvidables, la pasión por la cultura y el conocimiento, hicieron de Isabel Moro una persona curiosa y analítica, y que en su currículum figuren titulaciones en Magisterio, en Periodismo, en Grafopsicología, da cuenta de sus pasiones: lo mucho que le atraía la docencia, la influencia paterna para que su hija siguiera sus pasos en el mundo de la información, la curiosidad por todo aquello que la rodea.
El rostro de Isabel conserva esa redondez de la juventud, esas mejillas en las que duermen todos los cuentos de hadas, la melena rubia, la sonrisa tan tímida, los ojos de niña que se resiste a que se le escape ni una sola brizna de la luz que tantas imágenes han ido depositando en ellos. Cada rasgo de su cara guarda celosamente las vivencias felices de los primeros años, el recuerdo de su padre unido indefectiblemente a su profesión posterior y sobre todo a la forma de enfrentarse a la vida, de amar de un modo rotundo la cultura y el arte, y la tierra. De su mano aprendió Isabel Moro a conocer el asturiano, a pesar de que como era lógico entonces, en su casa se hablara castellano, a través de su padre a quien tachaban de aldeano por incluir en el periódico, en EL COMERCIO, una sección quincenal en bable. También el amor por la tradición, por la cultura popular de quien fue artífice de la creación del Pueblo de Asturias y a quien la muerte temprana arrancó de una vida que habría dado tanto de sí. Isabel Moro, ahí donde la ven, también fue gaitera, hasta con Remis Ovalle tocó, cuando una mujer empuñando una gaita era tan insólita, como también lo era su presencia en las redacciones de los periódicos, o al menos esa fue la excusa que le pusieron en el que intentó hacer las prácticas cuando estudiaba la carrera en la Complutense, lo que no fue obstáculo para que durante mucho tiempo y aún hoy como brillante colaboradora, su presencia en la prensa fuera asidua. Después vendrían años de estar relacionada en lo profesional con el mundo del arte, y en lo devocional con tertulias de artistas de las que, como tantas en Gijón, aún no se ha escrito su historia. Y también su faceta más conocida y los sucesivos cargos en el Ateneo Jovellanos donde tras años de una gestión eficiente y laboriosa ha decidido apartarse de la vicepresidencia que ejercía tras haber sido secretaria y luego presidenta.
Ese rostro que proclama la dulzura, en el que sigue viviendo la niña que fue rodeada de cuadros, escuchando conversaciones de artistas, inmersa en los muchos libros que había en la casa, tiene también, en algún rasgo indefinido, un compromiso férreo con la vida, con la justicia y con la cultura. Sin ceder un ápice al desaliento ha ido batallando con las ausencias con que la vida se ha empeñado en romperle el corazón, y mira al frente con los ojos limpios y la decisión de quien sabe que a veces más que las respuestas lo que importa de verdad son las preguntas.
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