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Cuando se suspendieron las procesiones de Semana Santa en Gijón en 1973, Ignacio Alvargonzález tenía unos cinco años pero conserva la imagen borrosa entre las brumas de la primera infancia de haber asistido a alguna en el Campo Valdés. A falta de procesiones en directo, ... en su familia, que había tenido una cierta tradición (algunos cofrades, tiempo atrás, y mucha presencia como participantes) se seguían las de la tele, y en aquella casa repleta de niños (Ignacio es el noveno de diez hermanos) las organizaban en el pasillo, imitando los ritmos, y los sonidos cuando la Semana Santa no tenía más opciones en una tele de dos únicas cadenas que aprenderse los nombres de los pasos y las liturgias de unos días con sordina.
Hablaban de la solemnidad de las procesiones los hermanos mayores que habían acudido hasta su desaparición, hablaban con emoción, devoción y entusiasmo, las abuelas de un tiempo muy anterior con la ciudad volcada en la tradición, y todo eso se le quedó en la memoria, de modo que cuando en 1995 comenzaron a recuperarse las procesiones, se involucró con mucha ilusión en ellas. Y no solo por una cuestión que tiene que ver con su propia fe, que declara exenta de beatería. También por su firme convicción de que una ciudad como Gijón no podía permanecer al margen de una manifestación religiosa y cultural tan arraigada especialmente en aquellas poblaciones con mar. A todo ello no es ajeno tampoco el puro placer sensorial que implica el color, los pasos, las marchas procesionales, el olor de la cera de las velas quemándose, y el de las flores y el incienso, todo ello acompañado del silencio como telón de fondo.
Podría esperarse de Ignacio Alvargonzález una solemnidad en el trato derivada de esa pasión suya por algo tan ritual y hasta lúgubre, pero la conversación desmiente esa sospecha: cuando ríe lo hace abiertamente y mantiene una mirada inteligente e irónica que se concreta en la sonrisa que ilumina un rostro en el que la seriedad también hace lo suyo por imponerse. La barba, en la que ya pugnan por hacerse hueco las grisuras que van marcando los años, y esos pliegues que en torno a los ojos, delatan la risa frecuente, van escribiendo en las líneas de su cara una biografía de muy buen estudiante alumno de los Jesuitas hasta ingresar en la Facultad de Derecho, su trabajo en Estrasburgo, los tres años en Bruselas y la decisión de volver por lo mucho que tiraba de él la nostalgia y la convicción de que era en Gijón donde quería vivir, y finalmente su trabajo como secretario del Puerto de Avilés. Deportista y aficionado a los toros, disfruta también de la música, especialmente la lírica.
Ignacio Alvargonzález vive estos días los inevitables apremios de los preparativos para una Semana Santa que está a la vuelta de la esquina, en la que las tres cofradías de la ciudad que aglutinan a más de quinientos cofrades, entre la tradición y el espíritu religioso, recorrerán las calles, y todos esos elementos (capirotes, faroles, cirios, flores, túnicas, capas, turíbulos, pasos, cíngulos… ) se convertirán en protagonistas del asombro y el recogimiento.
En medio de esa vorágine de organización, en algún momento, tal vez en la procesión del Viacrucis del Santo Cristo de la Misericordia y de los Mártires, que es su favorita, el Jueves Santo, cuando el día se confunde con las sombras, en la austeridad y el silencio, Ignacio Alvargonzález volverá a sentir sin duda ese aleteo de mariposas en la garganta, y seguramente la emoción se adueñará de la humedad de sus ojos y resguardado por el capirote, dejará que la imagen del niño que procesionaba por el pasillo de la casa y que ahora ha incorporado como cofrades a hermanos y sobrinos, se vea acompañada por la mirada complacida de las abuelas, y por un instante será consciente de que eso del tiempo es pura entelequia.
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