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LAURA CASTAÑÓN
Domingo, 23 de mayo 2021, 00:38
Cuenta la leyenda familiar que a Héctor Colunga lo engendraron, tal vez alentados por el presagio de que podía tratarse de un último acto de libertad, la noche del 23 de febrero del 81. Nadie puede asegurar que esa circunstancia contribuyera a la formación de ... su carácter, pero no es arriesgado afirmar que en la mirada clara de aquel niño ya anidaba un desafío y la firme convicción de que la utopía lejos de ser la constatación de una ingenuidad pueril, constituye una poderosa herramienta de transformación.
Es fácil creer en esa utopía cuando escuchas a Héctor Colunga porque su rostro, sus gestos, su forma de sonreír, remite inevitablemente a la posibilidad de que exista un mundo mejor y no solo eso: también de que esté en nuestras manos. Podríamos estar ante una persona con amplios conocimientos de comunicación: en las distancias cortas y en sus intervenciones en público llega al interlocutor y al espectador, pero nada hay de impostación, ni de sofisticadas técnicas. Lo que ocurre es que él cree en lo que dice, y transmite ese optimismo, esa certeza acerca del poder que adquiere la gente cuando es capaz de tejer redes comunitarias, cuando al conocerse, se reconoce.
En la mirada de Héctor pervive el barrio de la infancia, el primer aprendizaje acerca de la solidaridad y sus andanzas en grupos y en la radio de la asociación de la parroquia. Ahí pudo ir forjando esa capacidad para comunicarse, esa urgencia por transmitir las ideas y las certidumbres. Inquieto y apasionado habría querido estudiar periodismo pero no resultaba fácil para la economía familiar tener que vivir fuera de Asturias, y aunque no abandonó el sueño y trabajó mientras estudiaba Filología con vistas a estudios posteriores, fue la vida quien se encargó de ir dirigiendo sus pasos, primero en Italia como Erasmus y más tarde en Barcelona, donde entró en contacto con la Fundación Marianao, en Sant Boi de Llobregat cuya área de Juventud llegó a coordinar antes de retornar a Gijón, lleno de ideas y con el entusiasmo redoblado.
Hay un niño que permanece en cada una de las miradas de Héctor Colunga, que se esconde travieso detrás de unas gafas que no ocultan la bondad que sus ojos se empeñan en proclamar, entre el pelo revuelto, detrás de la barba que no lo aleja de esos años en los que aprendió que no se trata de dar lo que te sobra sino de compartir lo que se tiene, empezando por lo que uno es, por esa capacidad de juntarse con otros, de generar urdimbres que sostienen.
En Mar de Niebla, la Fundación que dirige en Gijón desde 2010 da a diario lo mejor de sí mismo. Ha visto cómo en estos once años las cifras se han multiplicado tanto que da vértigo. Desde los metros cuadrados de su sede, al número de profesionales y voluntarios, el número de proyectos o los números que a veces cuadran y a veces no, y entonces hay que tirar de imaginación de esa que sobra y multiplicar panes y peces y hasta acudir a algún concurso de la tele para obtener fondos. En estos años ha habido muchas risas, momentos para la impotencia ante la miopía de las Administraciones y sus estructuras inamovibles y lágrimas de emoción: Pocas cosas hay mejores que escuchar a la gente que cada día bulle por el local cuando habla de Mar de Niebla como de algo propio de lo que además se sienten no ya agradecidos, sino orgullosos, porque es suyo.
Hay tantas vidas para ser leídas en cada rostro de los invisibles y tantas soledades que doblegar. Para esa batalla hay un ejército imaginativo formado por toda esa gente que suma, todos los que siguen pensando que esa utopía de hoy, a la que Héctor Colunga se aferra, será, sin duda, la realidad del mañana.
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